A los estudiantes de periodismo de principios de los noventa se nos aleccionaba sobre la conveniencia de que los medios de comunicación social no informasen acerca de los suicidios para evitar el “efecto Werther” o efecto de imitación. Todavía hoy se puede leer en los libros de estilo de los grandes periódicos nacionales máximas como “los suicidios deberán publicarse solo cuando se trate de personas de relevancia o supongan un hecho de interés general” o “el suicidio solo es noticia cuando el autor es un personaje relevante o cuando se convierte en un hecho significativo por la forma de llevarse a cabo, la edad o el problema social que se esconde detrás”. Por este motivo, los lectores se han venido encontrando con la realidad del suicidio exclusivamente a través de la literatura: desde el Antoine Roquentín de Sartre y su existencia-náusea hasta la obsolescencia programada del sentido de la vida de Camus, pasando por los deliciosos Estragón y Vladimiro de Samuel Becket, en “Esperando a Godot”, a los que solo su propia torpeza salva del suicidio, entendido este como el fin de la esperanza.
De la idealizada visión de los románticos del XIX, se había pasado al concepto científico del análisis existencial, de Viktor Frankl, que apelaba a la responsabilidad de los suicidas, una torpe evolución ante la que los medios de comunicación se habían ido encogiendo de hombros, como congelados. No era el único caso. A principios de los noventa tampoco se informaba sobre la violencia de género y los asesinatos de mujeres a manos de sus parejas quedaban relegados a las páginas de sucesos. Nadie hacía recuento de ellos y mucho menos lo publicaba. Sin embargo se fue produciendo un cambio de mentalidad informativa que a su vez ha propiciado un cambio de percepción social, el primer paso del largo y tortuoso camino para erradicarlos. Respecto al suicidio, sin embargo, se rompe solo de forma incipiente el tabú, si acaso en coincidencia con el Día Mundial de la Prevención del Suicidio, para publicar estadísticas. Al menos comienza a publicarse el recuento. En 2020, último año en el que el INE tiene datos publicados, 228 personas se suicidaron en Castilla y León, 3.941 en toda España. Por establecer algún tipo de referencia, ese mismo año murieron víctimas de asesinato 12 personas en Castilla y León, 289 en España; ese año murió una víctima de violencia de género en Castilla y Leon y murieron 46 mujeres y tres menores en toda España. Esto sin mencionar que la Organización Mundial de la Salud considera que alrededor del 25% de los suicidios se disfrazan como accidentes y no entran en la estadística. Pero más allá de las cifras, reina el silencio sobre el suicidio, un silencio injusto que impide arropar a las familias afectadas como debiéramos, a pesar de que contamos con herramientas e instrucciones sobre cómo referirnos a esta realidad desde la clave de la esperanza, para evitar el estigma y permitir a las personas con pensamientos suicidas el poder hablar de ello, condición indispensable para que reciban ayuda.
El Ministerio de Sanidad publicó en 2017 el documento “Recomendaciones para el tratamiento del suicidio por los medios de comunicación. Manual de apoyo para sus profesionales”, en el que afirma que “el silencio informativo no es una opción” y advierte que “el sensacionalismo tampoco”. Al temido “efecto Werther” contrapone el “efecto Papageno”, personaje de “La flauta mágica” de Mozart que decide no suicidarse después de que unos niños le muestren diferentes alternativas para superar su situación. El Ministerio de Sanidad llama mejorar la información, a combatir mitos y eliminar creencias equivocadas en torno al suicidio, a publicar testimonios de personas que lo hayan superado y datos sobre servicios de información, prevención o atención de cada comunidad autónoma y entidades sociales, con el objetivo de sensibilizarnos y ayudar a “reconocer las primeras señales de ideación suicida en sus entornos más cercanos”. Porque solo si desterramos el silencio y el estigma, permitiremos a los psicólogos hacer su trabajo y lograremos que alguien que ahora no ve la salida, termine diciendo, como los personajes de Becket, “No hagamos nada. Es más prudente. No vale la pena”.