La vida después del suicidio

Tres familiares de personas que se quitaron la vida hablan de cómo sobrevivieron a la muerte y fueron capaces de dar sentido a su propia existencia

El suicidio es un mar de palabras. Unas se atragantan y llevan a la muerte; algunas nunca llegan y se convierten en preguntas que jamás tendrán respuesta. La mayoría ayudan a explicar lo inexplicable. Esta es la historia de seis personas, en realidad muchas más. De las 180 que en Euskadi deciden cada año poner fin a su existencia; y de las cientos, quizás miles, que les sobreviven. La vida de tres de ellas quedó marcada para siempre por las palabras que no supieron expresar, las que oprimieron su corazón hasta el punto de verse incapaces de racionalizarlas. Cristina, Agustín y María José han sobrevivido al drama gracias a las que encontraron para calmar la tormenta que devastó su alma. La presentación esta semana de la primera estrategia vasca contra el suicidio les ha parecido a los tres una buena razón para compartir la experiencia que cambió sus biografías hasta el punto de darles un nuevo sentido.

Desesperanza

Jesús, el marido de Cristina Blanco (Bilbao, 1961) puso fin a su dolor una tarde de agosto de 2012. Llevaban juntos 36 años, desde la adolescencia. «Era una persona excepcional en todos los sentidos. De chavales, venía a buscarme siempre a la salida del colegio y nos casamos cuando yo todavía estaba en segundo de carrera. Tuvimos tres hijas y me ayudaba tanto en mi trabajo como profesora en la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) que le llamaban mi secretario. Hablábamos muchísimo. Éramos una pareja distinta, con una relación muy intensa», recuerda. Una tarde de verano decidió marcharse y se fue. «Ahora hablan de Código Riesgo, pero lo había intentado en otras ocasiones y nadie me dio la menor instrucción para ayudarle. Nadie», se lamenta, se duele, se queja.

«Si tu familiar muere de cáncer, le hacen un monumento; pero si se suicida es como si nunca hubiera existido» Cristina Blanco | Perdió a su esposo

Desconcierto

Joseba, el hijo de Agustín Erkizia (Aizarnazabal, Gipuzkoa, 1963), tomó el mismo camino, cuando tenía 17 y soñaba con estudiar ingeniería. «Llegó de forma total y absolutamente inesperada», recuerda su padre, vicerrector de la UPV/EHU. «Aprovechábamos el momento de la cena para hablar de sexo, religión, de política, de todo menos del suicidio. Nunca lo hablamos, posiblemente porque ni siquiera nos lo habíamos planteado como algo necesario». La sobrina de María José Pérez (Bilbao, 1960) era algo mayor. «No lo ves venir. Ocurre de repente. ¿Qué pudo borrar aquella sonrisa de 20 años, qué acontecimiento tan terrible pudo llevarle a tomar una decisión así?», se pregunta la pedagoga.

Desolación

El dolor que causa la muerte por suicidio, sea de un hijo, un esposo, una sobrina… es incomparable al de cualquier otro fallecimiento. «Llegó a nuestra familia como un ‘tsunami’, una inundación tremenda», recuerda María José. «Estás viendo pequeños nubarrones, pequeñas tormentas que imaginas que, como ocurre en la vida, acabarán pasando y saldrá el sol. Pero no es así. El agua inunda tu casa, lo invade todo y la sume en un caos emocional brutal. No entiendes nada, porque en ese momento ni siquiera eres capaz de ver que algunas preguntas jamás tendrán respuesta», explica.

«Tan importante como reducir el número de muertes es hablar del tema en los centros educativos» AgustínErkizia | Perdió a su hijo

Dolor

«Tardé cuatro años en levantarme de la cama. Es algo exagerado, pero de repente, todo cambió», recuerda Cristina. «Tenía una niña de once años que debía llevar al colegio, pero a la vuelta, volvía a la cama y me quedaba ahí, clavada, mirando el techo. Los cuatro años que pasé no se los deseo ni al dictador más sanguinario». No es la muerte, ni la pérdida, ni siquiera el impacto de lo inesperado, que Jesús sintió en la misma «columna vertebral» de su vida. «Cuanto más afecta la pérdida a tu proyecto vital, mayor es el destrozo; y nuestro proyecto de vida, el de mi esposa Eva Bilbao y el mío, eran nuestros hijos. Si se rompen las espinas dorsales, te quedas muy descolocado», razona. El sufrimiento profundo, desolador, que desencadena una muerte así, sólo se explica porque tiene para los familiares y allegados un componente que lo caracteriza y lo cambia todo de forma radical.

Culpa

El dolor que desencadena el suicidio en los supervivientes, que es así como se conoce a los más cercanos del que se quita la vida, es consecuencia de un sentimiento irracional de culpabilidad que devora a las familias. «’Quizás no respondí como debí hacerlo, tal vez pude salvarlo’, te dices… Lo cierto es que nadie te da herramientas para afrontar algo así», reflexiona Cristina Blanco. El tiempo, lo único que cura si sabes aprovecharlo, me ha permitido llegar a la conclusión de que no puedo sentirme culpable de no saber manejar una situación para la que no estaba preparada». El duelo, frente al suicidio no es cuestión de un año o dos. Requiere eso, tiempo.

El suicidio es como un ‘tsunami’ que provoca un caos emocional brutal en tu casa, y tienes que reconstruirla desde los mismos cimientos» María José Pérez | Perdió a una sobrina

Silencio

De todas las fuentes de dolor que inundan el alma de los supervivientes, la más desgarradora es el silencio, «que lleva a la muerte social». «Aterrador», lo define la profesora de la UPV. Silencio, porque muchas familias se avergüenzan sin motivo de haber vivido un suicidio en casa. Silencio, porque los vecinos no se atreven a expresar su solidaridad. Ni siquiera saben si deben hacerlo. Silencio, porque se quiera o no el suicidio sigue siendo un tema tabú. «Necesitamos, más que nadie que nos hablen de ellos», clama Cristina. «Lo decimos los supervivientes y lo dicen los expertos. Cuando de lo que se trata es de sobrevivir, el silencio es horrible, espantoso».

Futuro

La búsqueda de sentido a uno de los episodios más dramáticos que pueden vivirse cambió para siempre la vida de María José, Jesús y Cristina. «Mis valores ya no son los mismos. Soy mucho más sensible al dolor y relativizo aún más los problemas cotidianos», resume el vicerrector, que fundó junto a su esposa, Eva Bilbao, la asociación Biziraun (www.biziraun.org), de autoayuda para personas que han sufrido un suicidio cercano. Después de pelear contra Osakidetza en los tribunales, Cristina Blanco fundó junto a María José Pérez la organización Aidatu, de estudio del fenómeno suicida (aidatu.org). Los tres han participado decididamente, además, en el desarrollo de la Estrategia Vasca contra el Suicidio. Su misión en la vida ha cambiado. «¿Podemos evitar muertes sin sentido? ¡vamos a intentarlo!», se conjuran. Solidaridad, prevención, empatía, esperanza… son más que palabras.

diariovasco.com

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