Víctimas de la moda: cuando la presión lleva al suicidio

Los diseñadores responden a la presión sucumbiendo al estrés, la ansiedad y la depresión. Kate Spade ha sido la última en caer

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Ansiedad y depresión. No son la causa, pero sí los síntomas a contemplar con mucho sentido y más sensibilidad en las circunstancias que rodean el presunto suicidio de Kate Spade, la popular diseñadora de accesorios estadounidense, hallada muerta en su casa de Nueva York el pasado martes. Lo contaba al fin el que fuera su marido y socio, Andy Spade, en comunicado oficial vía The New York Times, el miércoles: “No paró de buscar ayuda durante los últimos cinco años, visitaba regularmente a su terapeuta y tomaba la medicación, tanto para la depresión como para la ansiedad. Nunca hubo abuso de drogas o alcohol. Tampoco problemas empresariales”.

La declaración viene a arrojar un poco de luz en el suceso ante la retahíla de especulaciones que se sucedieron en cuanto trascendió. En especial después de que Reta Saffo, hermana mayor de la creadora, asegurara no sentirse sorprendida por la trágica noticia. “A veces, uno no puede salvar a los demás de sí mismos”, declaraba al Kansas City Star, rotativo de la ciudad en la que creció Kate Spade. La estampa que pinta de ella coincide con ese perfil de diseñador alienado por un negocio cada vez más despiadado, sobre todo en términos de productividad y rendimiento económico. “La presión y el estrés que le provocaba su trabajo habían terminado convirtiéndola en una completa maníaco depresiva”, escribía Saffo, que habla además de un trastorno bipolar desencadenado por su “inmensa popularidad. De hecho, estaba muy preocupada porque la gente supiera que podía estar medicándose y que eso dañara la percepción de su marca”.

En una feria de vanidades como la moda, toda pose e imagen, el tabú social de las enfermedades mentales parece manifestarse particularmente demoledor. El caso Spade remite de forma inevitable al de Alexander McQueen, fallecido el 11 de febrero de 2010. Incapaz de superar las muertes de su amiga y mentora la estilista Isabella Blow (que se había quitado la vida tres años antes), primero, y de su madre, después, el visionario de la moda británica se ahorcó un mes antes de cumplir los 41. La fragilidad y la emoción a flor de piel fueron constantes en lo personal y lo profesional, pero ahora resulta evidente que la procesión iba muy por dentro. Y no se trataba de que tuviera que diseñar 14 colecciones al año, o no solo, bajo presión continua.

“Creo que, tras su muerte, hubo una especie de silencio dignificador por parte de su círculo más íntimo. Pero nosotros no hemos querido obviar la oscuridad que habitaba en él. ¿Cómo puedes hacer una película sobre McQueen y no contar su lado oscuro?”, expone Peter Ettedgui, codirector junto a Ian Bonhôte del esperado documental sobre el diseñador que se estrena el próximo viernes.

Luego llegaron otras muerte como la de la diseñadora L’Wren Scott, pareja de Michael Jagger, encontrada colgando de una bufanda en su lujoso piso de Manhattan.

La muerte ronda al genio, dice el tópico. En términos de creatividad, la tragedia es casi una patología, y no necesariamente ligada a los trastornos de una personalidad incomprendida, torturada o fracturada. Alimenta esa concepción retorcida del talento que asegura que para crear hay que sufrir, terrible condición sine qua non si se desea entrar en la leyenda. John Galliano y Marc Jacobs han sobrevivido para contarlo, no sin enfrentarse antes a sus demonios —vía consumo de sustancias estupefacientes y alcohol— y haciendo penitencia.

“A los diseñadores, por naturaleza personas sensibles, emocionales y artísticas, se les está pidiendo que cada vez asuman más cargas. Demasiadas”, explica Suzy Menkes, la periodista más venerada del sector, que ya se ocupó de denunciar la situación en 2015, cuando Raf Simons decidió apearse de la rueda de hámster en que se había convertido su labor como director creativo de la división femenina de Dior. El creador belga (hoy al frente de Calvin Klein, además de continuar su seminal firma homónima de hombre) no es el único que se ha quejado de un sistema insaciable que no solo exige a sus diseñadores entregar seis colecciones anuales, como mínimo, sino que también los obliga a comparecer en eventos para clientes por todo el mundo, trabajar las redes sociales a destajo y satisfacer las interminables demandas de la prensa.

“He llegado a odiar mi profesión”, confiesa el británico Matthew Williamson, reconvertido en interiorista y prácticamente retirado de la moda en Mallorca. Su paisano Richard Nicoll también ha puesto en cuarentena su exitosa etiqueta por el mismo motivo. Los estadounidenses Proenza Schouler han decidido presentar solo dos propuestas al año. Claro que luego ahí están titanes como Karl Lagerfeld, 84 años, diseñando hasta 18 colecciones —entre Chanel, Fendi y su firma homónima—, inmune a cualquier presión. “Si no eres un buen torero, no pises el ruedo”, sentenciaba tras la espantada de Simons. No será su esqueleto el que siga llenando el armario de la moda.

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