Javier, el conductor que no quiere más suicidios en el metro

Javier García, tiene 48 años y acumula 28 de experiencia como trabajador del metro. Hasta el 2013 fue conductor –se les conoce como motoristas– del suburbano barcelonés. Ese año tanto los servicios médicos de la empresa como él mismo tuvieron claro que no podía seguir. Cualquier usuario del servicio habrá vivido la interrupción de una línea. Nadie lo anuncia por megafonía, pero muchos saben cuál es el motivo: alguien se ha tirado a la vía. No son pocos los conductores que han vivido la tragedia de un arrollamiento –así se les llama, en un término que comprende intentos de suicidio y caídas- pero el caso de García desafía a la estadística: le ha pasado ocho veces. «Lo raro es lo mío, que lleve tantos».

García cree que hay que hablar del tema. «Me he ofrecido para dar charlas, quiero concienciar a la gente de que suicidarse es malo y de que se puede causar un daño a terceras personas. Les puedes joder la vida. Yo podría estar en un manicomio. Siempre se habla del que se tira al metro, pero nunca del que lleva el tren«.

La experiencia llevó al hombre, con mujer y una hija, a estar 11 meses de baja y a cambiar de trabajo en la misma compañía: «Ahora estoy en prevención de riesgos. Me encargo de los controles de alcoholemia y drogas». Entró en el metro en 1990. Allí han trabajado también su padre -del que habla con devoción-, fallecido a los 50 años a causa del atropello de un repartidor borracho, su tío y su hermana.

El primer caso

«¿Mi primer suicidio? Llevaba meses en la empresa. Fue una chica de 16 años». La adolescente corría por el andén y llamó la atención de García, que entonces era jefe de tren, y del conductor. De repente, se desvió hacía el convoy, se puso las manos detrás y se tiró de cabeza. Dejó una carta a su padre en la que lamentaba ser tan mala estudiante. «Ver a una persona tirarse es tremendo».

«Antes de pasar a prevención de riesgos he sido jefe de tren, expendedor, jefe de estación de segunda, jefe de estación de segunda habilitado como jefe de primera. Ascendí a motorista y luego pasé a ser motorista instructor y agente de atención al cliente». Su padre era inspector jefe de metro. Le gusta pensar que con su responsabilidad actual puede evitar que el alcohol cause desgracias como la acabó con su vida.

Un 80% de supervivientes

En realidad, García ha vivido 11 casos, si bien algunos no eran intentos de suicidio, sino gente que baja a la vía a buscar algo o que cae por accidente. En tres logró detener el tren antes de que se consumara la tragedia. «Uno de ellos, en Plaça de Sants, me gritaba: ‘No pares, hijo de puta, mátame’«.

No hay cifras claras, porque el criterio oficial del metro, como el de los medios de comunicación desde hace décadas, es no hablar del tema, pero empleados del la empresa que prefieren preservar su identidad calculan que un 80% de las personas que se tiran a la vía sobreviven. Algunas, con heridas severísimas. De las ocho personas que se tiraron ante la mirada de García, tres murieron y el resto sobrevivió.

«Los que se tiran al principio no tienen escapatoria. Entramos en la estación a 45 por hora. Aunque apliques todos los frenos del tren, el eléctrico, el neumático, arrastras un vagón o dos dentro. Clavas las ruedas pero patina, con el tonelaje que lleva», relata.

García recuerda estaciones en las que tuvo los ocho incidentes, con alguna laguna: «La primera fue en Hospital Clínic. Besós Mar. Fontana o Lesseps. Torrassa. Fabra i Puig. Los dos últimos, uno en Poblenou y otro en Barceloneta». Amante de los tatuajes, lleva resumido en un brazo su singular bagaje: «Mi historia es la ciudad de Barcelona, la muerte reflejada en mi trabajo. He puesto el cementerio con una bola de billar con un ocho. Y mi tren

García lleva resumido en un brazo su singular bagaje: Barcelona, metro y muerte

, que era el número 13. De ocho suicidios, tres los tuve con el 13. Los dos últimos fueron en la L4 con el 13″.

El último fue la puntilla. «Puedo decir que soy la primera persona en la historia del metro que se va de baja por un suicidio y el día que se incorpora se encuentra con otro. Eso me dejó tocado». Fue en diciembre del 2013.

Si hubiera pasado una semana

«Cuando tienes un suicidio y te incorporas después de la baja, esa semana es muy jodida. Piensas que todo el mundo va a saltar. Vuelves con un miedo atroz. Si yo hubiera pasado esa semana, esos primeros días, como siempre me pasó en los otros casos, hoy estaría llevando trenes, lo tengo más que asumido. Lo hubiese superado».

No fue así: «Volví y el primer día, a la quinta estación de empezar, se me tira otro. Y encima iba muy despacio, por miedo, y lo vi todo. Vi como saltó, se puso de rodillas y puso la cabeza en la vía. Mirándome todo el rato. Y tú frenando con todo, con  los dientes, y pasas por encima. Fue como poner un dedo en una herida abierta. Era un hombre mayor. Muy frío. Mirándome todo el rato. Venía tocado y me tocó más». Pasó un periodo complicado. «Ahora estoy muy fuerte, pero he estado muy mal. Tuve una depresión del 2013 al 2015, llegué a pesar 148 quilos –hoy pesa 87- y sigo en tratamiento psicológico y psiquiátrico». No oculta que llegó a pensar en suicidarse.

Las puertas automáticas

Empleados del metro dicen que incluso en los casos en los que hay puertas en el andén, lo que ya sucede en las líneas automáticas de metro, la L-9 y la L-10 es posible que alguien se cuele: lo hacen los grafiteros. Otro recalca que en esas

El día que volvía de la baja por el séptimo caso se le tiró otra persona a la vía. Fue la puntilla

líneas no ha habido un suicidio. García está convencido de que con el tiempo se instalarán en toda la red, lo que evitará más suicidios. En la parada de Can Cuiás, en Montcada, se ensaya una sistema con persiana todavía más restrictivo que las puertas.

Otros empleados repasan datos sobre la tragedia del suburbano de la que nunca se habla oficialmente. No hay cifras, cada año es distinto, pero sostienen que es en primavera y Navidad cuando hay más casos. También se tira más gente en las paradas cercanas a hospitales. Algunos son partidarios de no contar nada para evitar el efecto llamada, que es como se ha justificado siempre no hablar del tema. La barrera física se antoja como la solución definitiva. Un experimentado jubilado del metro no lo duda: «Un día será imposible tirarse al metro». 

El periódico

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