Mientras usted lee estas líneas alguien está saltando al vacío, o cortándose las venas, o colgando una cuerda para ahorcarse. Sé que la imagen es chocante, que mortifica e incomoda. Pero se trata de una realidad tan apabullante, que ignorarla es imposible: una persona se suicida en el mundo cada 40 segundos, o sea, según datos de la OMS, 800.000 personas se quitan la vida voluntariamente cada año.
El suicidio existirá siempre porque es una opción de los seres humanos, respetable y comprensible porque nace del dolor, la desesperación o la tristeza más profunda; del desaliento, de la impotencia, de la rabia, de la desesperanza. O de todas esas cosas juntas. Nuestra sociedad, sin embargo, está lejos de considerarlo como lo que es: un acto libre, el más íntimo e individual que puede ejecutar una persona, pero no ajeno al contexto social en que se realiza. Es decir, que nos concierne a todos y que, por tanto, en algunos casos podría prevenirse. No creo que el suicidio implique siempre depresión, bipolaridad o esquizofrenia, y está probado que se puede tomar esa determinación para salvar la dignidad o a manera de protesta, en nombre de los derechos humanos. Pero muchas veces las causas tienen que ver con afectaciones mentales. Por eso la OMS propuso que este 10 de octubre fuera el Día Mundial de la Salud Mental, y hace un mes, en el Día de la Prevención del Suicidio, el Ministerio de Salud y la Asociación Colombiana de Psiquiatría lanzaron la campaña #PrevenirEsPreguntar.
En las páginas del Ministerio leemos: “La campaña propone preguntar directamente a seres queridos, amigos, familiares o personas cercanas que puedan presentar las señales de alerta si han estado pensando en suicidarse, ofrecerles apoyo y, especialmente, estimularlas a buscar ayuda profesional y visitar al psiquiatra”. Es muy importante que el tema se plantee desde ahí, porque la opción más corriente suele ser la negación, el silencio o la evasión, incluso entre docentes, amigos y familiares. Y por eso mismo, es fundamental insistir en un acercamiento empático con el posible suicida, que lo lleve a confiarse y a pedir ayuda.
Pero también, y sin querer demeritar este esfuerzo, habría que decir que mientras en Colombia la atención de la salud mental siga siendo tan deficiente y desigual como ahora, una respuesta afirmativa del que alberga ya la idea de su autodestrucción (“sí, pienso a menudo en el suicidio como una opción”) sólo puede ser un factor de infinita angustia para el padre, el hijo o el amigo que no saben dónde acudir: porque el número de psiquiatras es insuficiente y se concentra en las grandes ciudades; porque los servicios de urgencias en hospitales públicos son muy precarios y las citas psiquiátricas de las IPS, cortas y espaciadas; y porque hay muy pocos centros de prevención del suicidio. “Tenemos con qué tener una atención fortalecida de salud pública en el país, pero también hay que reconocer debilidades tales como la fragmentación del sistema de salud, que no le da continuidad al paciente en los tratamientos de psicología y psiquiatría, así como la falta de atención especialista en muchos departamentos del país”, expuso el ministro hace muy poco. Y esa honesta aceptación del problema ya es esperanzadora. A pesar de todo.