Rompió paradigmas en un ambiente atravesado por el machismo y se convirtió en la primera jugadora trans de la Primera División argentina. Sufrió bullying y no la dejaban usar el baño de mujeres. Sin el apoyo que encontró en su casa, “hubiera terminado a la deriva, no habría finalizado el colegio y no tendría trabajo”.
El suyo era un miedo enorme. Enorme y bien concreto: que su futuro se acotara a dos posibilidades: la prostitución cómo única forma de sobrevivir o el suicidio.
Cuando era adolescente, Mara Gómez tenía en claro que ese era el destino al que la exclusión, el transodio, la vulneración de los derechos más elementales y la falta de oportunidades, empujaban a chicas trans y travestis como ella.
En su barrio platense, La Granja, no había referentes en las que pudiera proyectarse. Esa piba que salía de su casa con los chupines y la remera ajustada camuflados bajo “la ropa de varón”, y el pánico de no saber “si iba a volver”, no tenía la menor idea de que lograría torcer un futuro que, consideraba, estaba sellado.
Mucho menos podía imaginarse que a los 22 años haría historia, convirtiéndose en la primera futbolista trans argentina en jugar un campeonato de la Primera División. Tampoco que se recibiría de enfermera y que se convertiría en un ejemplo a seguir para muchas chicas, chicos y adolescentes con identidades diversas. Menos que daría charlas en universidades y que una de las principales marcas de ropa deportiva la elegiría como figura.
Los sueños en la infancia, dice Mara, eran tan chiquitos como las posibilidades que la sociedad ofrecía. Hoy (aunque los desafíos siguen siendo muchos), se multiplican de a miles.
Pero antes de descubrir que la pelota sería su salvavidas, Mara (25) pasó de todo. Durante una charla íntima con LA NACION y en pleno Mes del Orgullo, la delantera que hoy lleva la camiseta 21 del Club Estudiantes de La Plata asegura: “Para mí el orgullo es haber conquistado todo lo que conquisté y haber roto con ese miedo que tenía en la adolescencia. Fue aceptarme, tener mi documento con el cambio de identidad, terminar una carrera terciaria y convertirme en jugadora profesional”.
Mara conversó sobre su camino hasta llegar a ser la que es hoy acompañada por Lorena Berdula, referente del fútbol femenino y la primera directora técnica que hubo en el país, y quien se presenta como “su representante no hegemónica”. Mara la considera su amiga, psicóloga, consejera. A pesar de los logros alcanzados en los últimos años, coinciden en que la lucha por la conquista de espacios tradicionalmente atravesados por el machismo (como el fútbol) y por el reconocimiento de derechos en general, no se terminó. Apenas empieza.
–¿Cómo fue iniciar tu transición en la infancia en un barrio periférico de La Plata?
–Fue difícil. Ya sabía quién era y qué sentía más o menos desde los 10 años. En la adolescencia, cada vez que salía de casa, lo hacía como “el nene de mamá”, con ropa ancha, de varón, y abajo me ponía lo que quería. Cuando llegaba a lo de mis amigas, me cambiaba, me maquillaba y nos íbamos a la matiné o a los cumpleaños. En esos lugares, yo era Mara. A los 13, en una fiesta, me di un beso con un chico, me sacaron una foto y le llegó a un tío mío, que se la mostró a mi mamá. Cuando ella la vio, me dijo: “Tengo que hablar con vos”. Me preguntó si me gustaban los varones y no tuve escapatoria. Llorando, le dije que sí. Además, que me sentía mujer y que si ella no me aceptaba, me iba a ir de casa. Fue algo que me salió en el momento. Mi mamá, llorando y entre gritos, no lo podía creer.
–Después de ese primer impacto, ¿te pudo acompañar?
–Sí, me acompañó y acompaña hasta el día de hoy. Fue algo de ese momento, porque ella me veía como “el varón”. Muchas veces los padres idealizan la vida de sus hijos e hijas. Piensan que porque naciste con pene tenés que ser “el hombre de familia”, el fuerte, cumplir un rol de poder. Sin embargo, el hijo pasó a ser una hija. Con el tiempo lo fue aceptando y fue aprendiendo a tratarme como Mara. Pero fue una transición muy difícil porque cuando yo era adolescente, nuestro colectivo, el de las chicas trans y travestis, estaba invisibilizado, y cada vez que se mostraba era de una manera odiante. Por ejemplo, en las noticias, con los asesinatos. Se escuchaban todo el tiempo frases como: “Asesinaron a una travesti en la Zona Roja”. Todas esas cosas me generaban el miedo de decir: “Bueno, algún día me va a pasar a mí. Si salgo de mi casa, no sé si voy a volver”.
–Contar con el acompañamiento de la familia no es la realidad de la mayoría de las infancias y adolescencias trans. ¿Qué implicó ese sostén para vos?
–Creo que si mi familia me hubiese excluido, hoy mi vida hubiera sido otra. Hubiera terminado a la deriva, no habría finalizado el colegio, no tendría trabajo, me hubiese encontrado en la situación de pensar: “Bueno, qué hago, ¿me prostituyo para sobrevivir porque no tengo otras oportunidades ni estudios, o me suicidio para no vivir una vida de mierda?”. Tuve la suerte de que eso no me haya tocado. Pero aún así, por más contención familiar que tuve y que fue la base de todo lo que hoy soy, sufrí discriminación, exclusión y fui violentada por mi identidad en un montón de otros ámbitos sociales, como la escuela, el sistema de salud, al ir a comprar o a pasear a cualquier lado. Por ahí nadie se daba cuenta del daño que eso iba a generar en mí. En la escuela, por ejemplo, había mucho bullying. Además, yo quería entrar al baño de mujeres y me decían: “No, vos tenés que usar el de varones”. Como yo no quería, me decían que fuera al de las personas con discapacidad. Me sentía excluida hasta para usar el sanitario.
–¿Había momentos en los que sentías que podías ser plenamente vos?
–Sí. En las clases de teatro. Hacíamos obras dentro del aula. Nos vestíamos y ahí aprovechaba a travestirme: me ponía vestidos, me ponía trapos en los pechos y otro en la cabeza como si fuera el pelo largo, y actuábamos. Todo el salón se reía, pero no de mí, sino del personaje, y no sabían que por dentro yo lo estaba disfrutando. En ciertos momentos trataba de disfrutar de quién realmente quería ser, sin que los demás se dieran cuenta. Creo que, poco a poco, lo fui afrontando con el teatro y después con el fútbol.
El deporte como anestesia
El fútbol irrumpió en la vida de Mara cuando no tenía la más pálida idea de cómo jugar a la pelota. Cuando Lorena, su manager, la conoció, la jugadora ya tenía un recorrido y participaba en la liga amateur platense. Pero no se la hacían fácil. En algunos clubes de barrio le decían que sí, en otros que no.
La primera vez que Lorena la vio fue en un banco de suplentes. Se le acercó y se puso a disposición para ayudarla, ni más ni menos, a que se respetaran su derechos.
“Hoy Mara es una persona empoderada. En estos años cambió mucho: cambió su autoestima. Siente que no tiene que dar explicaciones de quién es, aprendió a desear y no dar cuentas a nadie de nada. Hizo un golpe de timón y se puso a vivir. Porque antes, todo era miedo”, asegura su representante. Sentada a su lado, Mara sonríe. Es difícil imaginar a la mujer segura de sí misma que es hoy, como aquella chica apagada por los temores.
–¿Cómo aparece el fútbol en tu vida?
–Más o menos cuando tenía 15 años. Una vecina y amiga, que se llama Adriana, es la que me invita a jugar y la que me socorrió en uno de los sucesos más difíciles de mi vida: cuando caminé tres cuadras por la avenida y ya no quería vivir. Aunque nunca había jugado, acepté. Era muy mala en ese entonces, pero estaba con personas que me hacían parte del grupo. Me divertía, me reía, estaba acompañada. Me fui dando cuenta de que me hacía bien, que lo estaba disfrutando y que por ese instante en que yo jugaba, me olvidaba de lo que estaba viviendo. El fútbol era una anestesia al dolor, porque yo estaba muy mal.
–Las tasas de suicidio dentro de la población travesti y trans son alarmantes. Sé que pasaste una depresión muy grande y que tuviste ideas de muerte. ¿Cómo fueron esos años?
–Es una de las estadísticas más preocupantes que tiene nuestro colectivo. A mí me pasó que en la adolescencia intenté suicidarme en varias ocasiones porque tenía miedo al futuro, de terminar asesinada, de no poder lograr tener mi propia familia el día de mañana, de no terminar la educación, no poder trabajar, y de preguntarme: ¿para qué voy a seguir viviendo años de dolor?
–¿Qué te ayudó a salir de ese lugar?
–Me fui aferrando a las personas que me rodeaban para no estar sola, hasta que encontré el deporte, que lo tomé como un objeto de apego. Es mi contención: un balón. Tenía ganas de vivir y si quería seguir viviendo, tenía que hacer algo para poder cambiar mi destino o para por lo menos cambiar ese miedo por cosas positivas, por alegría. Me puse a estudiar, a pensar que tenía a mi familia, amistades. Si no quería terminar de cierta forma, podía revertirlo y lo revertí, realmente lo revertí. Pero no todas las personas pueden hacerlo. Un día te encontrás tomándote un puñado de pastillas, otro día te imaginás colgada del techo o debajo de un camión y no es fácil, porque la decisión se toma en un instante en que el dolor está presente y no tenemos a nadie. Hoy las chicas trans tenemos otras referencias y eso es muy importante, porque son personas que incentivan, que nos hacen sentir que no estamos solas.
Ser referente
Mara no para. Entrena todas las tardes en Estudiantes y divide sus días entre La Plata y la ciudad de Buenos Aires, donde vive su novio, un chico con el que siente que “se ganó la lotería”. Está convencida de que todo lo que vivió, de una forma u otra, la hizo ser quien es hoy.
–¿Qué cambiaste en el fútbol?
–Creo que mi participación en el fútbol hizo que un montón de personas cambiaran su pensamiento transfóbico, odiante, excluyente, discriminatorio y hoy sean parte de la lucha por la inclusión dentro del deporte y otros ámbitos.
Lorena, que además de entrenadora (“profa”, como se define) es docente de la Universidad Nacional de La Plata y se especializa en perspectiva de género, la escucha atenta. Está convencida de que el papel que jugó y juega Mara en ese ámbito dominado por varones, es enorme.
Lorena forma parte de la generación de mujeres que se tuvieron que abrir paso a los codazos en la cancha. Y Mara, de una nueva generación, la de las disidencias, que también están marcando ese camino.
“Mara tiene el poder de la incomodidad empática, porque en un principio te interpela, te cuestiona todos los prejuicios, todos los hábitos, todos los modos sociales que tenemos. Pero cuando comenzás a dialogar, te das cuenta de que te está diciendo que quiere ser ella y punto. Tenemos que comenzar a pensar en ser otra humanidad, como dice Susy Schock (artista y escritora trans argentina), a respetarnos en la diversidad”, reflexiona Lorena.
Mara coincide. Y es optimista. Ve que las chicas y los chicos más jóvenes tienen “una mentalidad muy abierta y una perspectiva de género muy amplia”. Dice que se está gestando una generación “que ame, respete e incluya”. Donde ninguna persona trans, travesti o no binaria tenga que sufrir lo que ella sufrió. Y puedan, también, llegar a ser quienes quieran ser. Una sociedad donde haya muchas, pero muchas más Maras.