El miedo proyecta sombras duras como una cicatriz abierta entre las costillas. La noche se le clavó en su sueño para asistir a un delirio con mezcla de pena y sopor. La luna huye muerta de vergüenza presintiendo la brutalidad de lo que va a suceder. Un territorio enemigo, plagado de podredumbre, se abre paso entre la suciedad y la tierra.
Con expresión hundida, como si hubiera perdido alguna arruga, le llora la cara. El torso encorvado, los pantalones huecos y una meada aún caliente entre las piernas, que luego es hielo de olor dulzón, serán el vestido de sus penurias. El infierno le abrirá sus puertas con la boca redonda. En ese instante todo da igual. Intenta rezar pero se le embarran los labios y, mientras dura la lluvia, que es peor que el frío, espera que Dios, por fin, afloje las tuercas de su tormento.
La suela descolgada, como una lengua de vaca, lame las piedras sucias de grasa y polvo entre los raíles de ese páramo abandonado lleno de heridas resecadas por un tránsito injusto.
La intemperie nos empuja mucho más allá de lo que sabemos de la vida.
Una caterva de almas impotentes se reúne entre humedad de ojos y caridad, amartillados en esta fragua bajo un apretón de manos y una mirada vacía.
Esto es algo que sucede, no tiene nada que ver con un determinado estrato social. El suicidio es el problema más grave de salud pública en España. Cada dos horas y media se suicida una persona. El mayor número se produce entre los 40 y los 59 años. La mayor tasa se da en varones de más de 79. En edades tempranas, el riesgo está en aumento