Éste es un fragmento del libro Ficciones sobre la muerte de mi autoría, escrito hace ya 17 años y publicado ya en su tercera edición. He realizado algunos cambios mínimos y lo quiero compartir ahora que el día 10 de septiembre se conmemoró el Día Internacional de Prevención del Suicidio, tema y fenómeno que siempre hay que reflexionar:
Los actos cotidianos, los que realizamos todos los días, son siempre fallidos, todos excepto uno. Charlamos, vivimos, amamos, por decir lo mínimo, para no hacer presente la certeza de la muerte; la charla es siempre la palabra siguiente, la evidencia de que siempre hay algo que decir, lo que sea, incluso lo que no creemos ni sabemos, antes de estar frente a lo innombrable de la muerte. El actuar, el decir sin palabras, se inscribe en la misma línea: es un hacer antes del hacer definitivo. Visto de esa manera, el vivir es, en cierto sentido, una evasión a la muerte; todo es más o menos aceptable si no nos encontramos con lo paradójicamente trágico; lo inadmisible para el orden social es que también cada acto y cada palabra son una alusión, un llamado a la muerte.
Todas las construcciones de la cultura se hacen a partir de la condición de mortales, asunto evidente en tanto que nos sabemos atravesados por la astilla del tiempo. La muerte es una posibilidad que sólo se puede posponer, que se intenta evitar justamente porque es inevitable. La muerte es una posibilidad siempre presente (en cada instante —que es lo inconcebible del tiempo— está presente la posibilidad) que a diferencia y en contraste con otras posibilidades, se evita hacer realidad. Existir para la muerte, según dice Heidegger, es mantenerla como posibilidad. En este sentido, pensar la muerte es historizar, nombrar, lo que está afuera. Pensar la muerte es siempre pensar en lo Otro, lo otro en lo cual somos, la muerte es la alteridad que nos constituye. Entre las muchas formas del morir quizá (aunque la muerte se presenta sólo de tres maneras: homicidio, suicidio y accidente) la que más desconcierte a la sociedad y a la vez mayor fascinación causa es la del suicidio.
El suicidio desde siempre ha ocupado lugares ambiguos, se le ha prodigado la más alta condena moral y la exaltación casi absoluta. Albert Camus, en El mito de Sísifo, eleva el suicidio a la categoría de problema filosófico, expresa: “no hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio”. Aunque esta afirmación de poco vale si no se lee a la luz de la frase que sigue y que le confiere total sentido al planteamiento: “Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía.”
Se han seguido dos claros caminos para abordar el difícil asunto del suicidio: el suicidio en la historia, por un lado, y, por otro, a partir de categorizaciones morales; otra vertiente que también se ha abordado, aunque menos frecuente, se ha planteado en el debate en términos éticos, para responder a la cuestión sobre quién tiene el derecho a la vida y a la muerte, a dar vida y a dar muerte, llegando incluso a debatir sobre un concepto tan discutible como “suicidio asistido”.
Si se ve el suicidio en y desde la historia, en el largo evolucionar de la cultura, podemos consignar varios momentos y señalamientos a modo de ejemplo de la relevancia que el tema ha tenido en la historia de la humanidad. En Asia, específicamente en la India, algunos sabios, bajo la influencia del brahamanismo y en la búsqueda del Nirvana, practicaban el suicidio como ritual en ciertas celebraciones religiosas. En el Tíbet y en algunas regiones de la vasta China, generalmente en torno a los postulados del budismo, se distinguían dos tipos de suicidas, ambos con reconocido sentido heroico: el suicida que con su acto buscaba la perfección, y el que huyendo del enemigo optaba por la propia muerte antes que ser sometido. Se han consignado como suicidios algunos casos de muerte masiva en la antigua China. Se cuenta, por ejemplo, que tras la muerte del sabio Confucio 500 discípulos se precipitaron al mar en protesta por la destrucción de los libros del maestro. En la Grecia antigua, cuna del mundo occidental, la postura sobre el suicidio ha sido más bien ambigua. En Atenas, por ejemplo, se condenaba el suicidio y a quien lo practicase se le dejaba insepulto; no ocurría así, en cambio, en algunas otras regiones, que eran sostenidas en las enseñanzas de ciertas escuelas del pensamiento en donde el suicidio merecía reconocimiento e incluso elogios. Los estoicos, por ejemplo, bajo la influencia de su lectura de Platón, tenían poco apego a la vida y si bien no hablaban abiertamente sobre permitir el suicidio, tampoco era objeto de censura; los cínicos, en cambio, no sólo lo permitían sino que lo promovían haciendo apologías de los suicidios célebres de los maestros, como el caso del suicidio de Diógenes. De entre los apologistas del suicidio más célebres se habla con frecuencia del maestro Pisathanatos, cuyo nombre justamente significa “el que empuja a la muerte”.
El suicidio acompaña a la humanidad en todo momento. En Roma, fundamentalmente ante la caída del Imperio, los suicidas fueron numerosos. Aunque, entre los antiguos romanos, ante el suicidio se ejercían leyes diferentes según el estrato social de las personas. Así, mientras para los esclavos estaba prohibido y se imponían severos castigos para quien lo intentara, llegando incluso, por paradójico que parezca, a la propia muerte. Aseguraban con ello la prerrogativa de la violencia sólo al Estado, al Imperio. Sin embargo, y pese a la prohibición —quizá por ello— los suicidios entre los esclavos romanos ocurrían con mucha frecuencia. Por otro lado los soldados, que pertenecían al Estado, tampoco podían disponer de su vida. Aunque hay que mencionar que ya para entonces el suicidio era permitido en caso de sufrimiento intolerable incluso para esclavos y soldados. Para las castas altas, en contrataste, el suicidio era no sólo tolerado sino incluso reverenciado. La historia del Antiguo Imperio romano está plagada de referencias literarias y filosóficas sobre el suicidio; tal es el caso de los cantos de Lucano, quien no por casualidad era llamado “el poeta del suicidio”. Se puede pensar también en Séneca, para quien “pensar en la muerte, es pensar en la libertad”.