A veces trascienden sus nombres. Diego, madrileño de 11 años, escribió una nota antes de dejarse caer al vacío desde una ventana: «Me despido para siempre»; Lucía, de 15, se ahorcó con un cinturón en su habitación en Murcia; Alan, con 17 se quitó la vida al ingerir pastillas en Cataluña, y Ekai, de Vizcaya, fue encontrado a los 16 sin vida cuando sus padres llegaron al hogar.
Nombres que encierran un drama humano, el del suicidio de niños y adolescentes, desencadenado por situaciones que pueden parecer cotidianas: en 2018 el 10% de los jóvenes que acaba de ingresar en la universidad tiene ideas suicidas, según el estudio ‘Universidad y salud mental’, coordinado por el Instituto Hospital del Mar de Investigaciones Médicas (IMIM) y divulgado esta semana.
En España, 12 menores de 15 años, uno cada mes, y 247 hasta los 29 años se suicidaron en 2016, últimos datos divulgados por el INE. Las causas son tan distintas como sus personalidades. Acoso escolar o algún tipo de frustración personal. «No hay una única causa, sino una serie de factores de riesgo, como el desagrado con el propio cuerpo», explica la neuropsicóloga y psicoterapeuta María José Acebes, profesora de la Universidad Abierta de Cataluña (UOC), que enumera los «factores precipitantes»: incomunicación con los padres, problemas con el grupo de amigos, consumo de alcohol o sustancias ilegales, ‘bullying’, mudanzas frecuentes, momentos de estrés, problemas de salud mental como depresión o trastorno de alimentación. «Cuando no tiene las suficientes habilidades para resolver problemas, el niño cede a la impulsividad. Con buenas bases, esas circunstancias no hacen que quiera dejar de vivir. Si las tiene, la situación no será agradable pero no conllevará a una conducta suicida».
En el suicidio, la segunda causa de muerte entre los 15 y los 29 años, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), hay cifras ocultas que comienzan a vislumbrarse: uno de cada cien jóvenes universitarios ha materializado su impulso suicida con una «tentativa», según el trabajo del IMIM con estudiantes de las universidades del País Vasco (UPV-EHU), Cádiz (UCA), Pompeu Fabra (UPF), las Islas Baleares (UIB) y la Miguel Hernández (UMH). Por género, es más frecuente entre los varones que entre las mujeres, en una proporción de dos por cada uno.
«Hay que tener en cuenta que conocemos síntomas que se correlacionan con el acto suicida, aunque en muchos casos no hay detección de síntomas previos», advierte Miguel Hierro Requena, profesor de la Facultad de Psicología de la Universidad Abierta de Madrid (UAM). «Los más evidentes son la manifestación verbal de haber perdido las ganas de vivir, el sentimiento de inutilidad o culpabilidad desproporcionada, la presencia de autolesiones o el aislamiento para evitar coincidir con familiares y amigos». También pueden presentar problemas de sueño, falta de apetito y bajo rendimiento en los estudios y otras actividades.
Factores protectores
En la infancia, además, las señales pueden ser más difíciles de identificar que en los adultos, pues los signos de depresión no son tan evidentes y tampoco suelen exteriorizarlos a la hora de recibir ayuda profesional. «Más que instrucciones, hay que estar atentos a posibles cambios bruscos en su actitud o su comportamiento», opina Josep López, autor de ‘El pequeño libro para mis hijos adolescentes’ (Planeta). «Hay que mantener siempre los canales de comunicación abiertos. Lo mejor que le podemos dar a nuestros hijos no es un colegio caro ni un móvil último modelo, sino un poco de nuestro tiempo cada día».
Según el estudio del IMIM, la tercera parte de los estudiantes ha sufrido algún trastorno mental en el primer año académico, que les ha generado, en el 20% de los casos, una incapacidad grave. Al detectar anomalías en el comportamiento de los menores, se pueden activar los «factores protectores». «Una familia es fundamental a esa edad, así como tener unas figuras de referencia que transmitan amor incondicional», asegura Acebes. «Para potenciar su capacidad de control emocional y de resolver problemas, se debe trabajar el ‘locus’ de control interno, en el que se atribuyen las causas y consecuencias de las cosas a lo que hace. Eso aumenta las expectativas de que cambien, al contrario que cuando cree que son externas, lo que genera desesperanza».