Mi hijo de 26 años tuvo su último aliento en sus tiendas enmohecidas y cerró sus hermosos ojos a sus abominantes e injustas políticas”. Así se dirige a las autoridades australianas Fazileh Mansour, la madre del joven iraní Fariborz Karami que el junio pasado se quitó la vida en la cárcel-campo de refugiados de la isla Nauru. ¿Puede haber mayor dolor para una madre que perder a su hijo? Sí, tener su cadáver, como ella misma afirma, depositado en una nevera a unos metros de su tienda de campaña donde “vive” junto con su nuera-viuda en huelga de hambre desde el 15 de junio cuando encontró a Fariborz muerto en su tienda.
La familia había llegado a esta pequeña isla de Micronesia en 2013 para ir a EEUU. A pesar de conseguir el estatuto de refugiado, se quedó atrapada en la isla, junto con cientos de ciudadanos iraníes y de otras nacionalidades a los que Donald Trump ha prohibido la entrada en EEUU. La dirección del campo les negó hasta una nueva tienda en estos 5 años “para cambiar el ánimo” de sus hijos, encerrados en este “Matadero y casa de tortura”, como lo llama Fazile.
Desde el 2016 que supieron que estarían detenidos de forma indefinida en la isla -que guarda un escalofriante parecido a la temible prisión de Alcatraz de San Francisco-, toda la familia cayó en una severa depresión. Es el año que otro iraní, Omid Masoumali de 24 años, se inmoló.
Según la trabajadora social Fiona Owens ha aumentado de forma alarmante las tasas de autolesiones entre los niños de este refugio: buscan en internet formas de morir. Hay niños, sobre todo los no acompañados, que dejan de comer y de jugar, y se apagan lentamente. Menciona los casos de dos niños de 12 y 14 años que perdieron tanta masa muscular que tienen dificultades para caminar. Australia, otro país que trata a los refugiados como delincuentes, se niega a proporcionarles servicios médicos adecuados. Las mujeres que han tenido un embarazo no planificado realizan abortos caseros, provocándose daños dolorosos e irreversibles. Un informe de incidencias del junio de 2018 revela que una niña refugiada de 14 años “se había echado gasolina encima y tenía un encendedor en la mano“, y otro de 10 “intentó autolesionarse ingiriendo objetos metálicos afilados como alambre“.
En el Líbano, la niña de 12 años siria, Khowla, tomó veneno para ratas que buscó en el campo, para quitarse la vida y “dejar de ser una carga para mi madre que tiene que cuidar a otros 6 hijos”, cuenta en la chabola húmeda y cubierta de lona de plástico. El gobierno libanés, aunque en los primeros años de la guerra dejó entrar a un millón de sirios, no les atiende. Después de siete años de “ser refugiada”, Khowla pensó que la vida de su familia nunca iba a mejorar. “En Siria vivíamos una vida pobre, pero al menos teníamos nuestro orgullo y dignidad”. En el abril pasado, 75 mujeres y adolescentes sirias fueron rescatados de la esclavitud sexual en un burdel en Trípoli: Así se ha creado la industria de prostitución. Habían sido torturadas incluso electrocutadas y obligadas a tener sexo con al menos 10 clientes por día.
¿Solución?: Suicidio colectivo
“Si la situación no cambia, todos deberíamos matarnos aquí”, propone un refugiado afgano de la isla-limbo Moria, que al igual que otros 13,000 refugiados habitan una de las islas griegas. Los Médicos sin Frontera denuncian el aumento de los ataques de pánico e intentos de suicidio incluso de niños de 10 años. Después del acuerdo asesino de la Unión Europea con Turquía (responsables directos de muchas de las guerras, estas las “fábricas de refugiados”) en 2016, que convirtió a los seres humanos desesperados en “problema”, Grecia ha deportado a algunos cientos, mientras es incapaz de parar la llegada de otros miles que huyen de Siria, Sudán, Afganistán, y Congo. ¿Hasta cuándo estarán allí? Incluso un condenado a 20 años de cárcel no sufre esta incertidumbre. Su situación se parece más a una condena a la “Prisión permanente revisable”. En la isla Samos, solo en enero del 2017 hubo 12 intentos de suicidio y seis casos de autolesiones entre solicitantes de asilo. Save the Children afirma que, en Grecia, unos 5.000 menores viven en “condiciones atroces.
El 4 de julio del 2018, un solicitante de asilo afgano de 23 que fue deportado de Alemania a Afganistán junto con otros 68 compatriotas se suicidó en un hostal en Kabul. Había vivido 8 años en Alemania. Para el gobierno de Merkel, Afganistán es un oasis de paz y democracia mientras advierte a sus ciudadanos no viajar a este país, donde cada día mueren al menos 50 personas por los atentados talibanes o por los bombardeos de la OTAN.
Cuando en el abril del 2018 se destapó el “Plan de Cuotas” para expulsar a los inmigrantes y refugiados, del Reino Unido, incluso a quienes reunían los requisitos legales, tuvo que dimitir la ministra de interior Amber Rudd. Así, debían ser expulsados 7.200 personas en el ejercicio 2014-2015, y 12.000 en 2015-2016.
En noviembre pasado, cuatro jóvenes de Eritrea de unos 18 años se suicidaron en este país, víctimas de la política de “Deportar primero, apelación después”. Alexander Tekle, había huido del conflicto de armado en Eritrea, y tras alcanzar los escombros de Libia, otro país “democratizado” por la OTAN, llegó a la “jungla” de Calais, y ocultándose en la parte trasera de un camión refrigerado llegó al Reino Unido. Exhausto y enfermo, fue sometido a un agónico proceso de solicitud de asilo. Tuvo tanto miedo de ser expulsado que prefirió morir. Su amigo Benny Hunter dice que él no pedía nada material, sólo seguridad y el respeto.
El estado antinatural de los niños
Ser “niño” es incompatible con perder la esperanza, pero el dilema de la población más joven de esos campos no es qué juguete pedir a los reyes magos. Si Miles de niños refugiados, como Aylan Kurdi, murieron en el camino víctimas de un complot, los que llegaron vivos a un sitio que se presentaba “seguro” ha sido una trampa mortal:
En noviembre del 2015, se encontró el cuerpo del niño bosnio Mohamed de 4 años, abusado y asesinado por el alemán Silvio S. un guardia de seguridad, – que como todo el mundo podía entrar en este centro de refugiados de Berlín sin someterse a ningún control. El llamado “pedófilo de muñecos”, que ya habia matado a otro niño, les engañaba regalándoles un peluche.
Miles de hijos nuestros han sido secuestrados, violados, torturados, y secuestrados en los campos de refugiados esparcidos por el mundo. El 60% de los 700.000 rohingas que tras vivir una violencia extrema (incluida la violación de miles de mujeres y niñas, que nadie les oirá su “MeToo”, encima son rechazadas por sus hombres, quienes piensan en su maldito honor manchado) son niños. En los campos de Bangladesh -país que tampoco los quiere-, ni han tenido tiempo y medios para hacer el duelo de la perdida de sus vidas. Los pequeños supervivientes, que retiene en su mente las imágenes de las guerras que han vivido, las penurias que han sufrido en el camino -presenciar peleas, asesinatos, violaciones, humillaciones, la represión policial, y haber sufrido palizas, abusos, hambre, miedo, e inseguridad -, al llegar a los campos, que a menudo es la prolongación de lo vivido en la travesía, ven destrozadas sus esperanzas de volver a ser niños o hacerse adulto como se imaginaban, y tras años soportando lo indecible para un cuerpo pequeño, terminan en desear poner fin a su calvario. Los niños viven en “modo de supervivencia las 24 horas“, afirma Save the Children, sobre todo los no acompañados, que incluso turnan para dormir y así protegerse de las “amenazas”.
La mayoría de los adultos y niños refugiados se suicidan por sentirse humillados, el cansancio por el cúmulo de las penurias sufridas y sobre todo perder toda la esperanza. El 40% de los adolescentes y jóvenes sirios acogidos por el Líbano, afirman tener impulsos suicidas. Sufren trastorno de estrés postraumático y otras enfermedades mentales, que se agravan con el paso de los días de espera de un milagro que les rescate. Según la Junta Nacional Sueca de salud, 12 niños afganos no acompañados se suicidaron en Suecia en 2017, por agotamiento mental. Aquí, la “cifra” es ascendente: en 2016 fueron 10 niños y 2015 ninguno.
En caso de los niños, los que han trabajado con esta población, apuntan a las siguientes causas:
- El “Síndrome de renuncia”: un trastorno psiquiátrico infantil grave, en el que pierden las ganas de vivir, dejan de comer, caminar, jugar o incluso abrir los ojos. Han perdido las esperanzas porque los padres lo han hecho. Las niñas padecen más el estrés pre y posmigratorio que los niños: al temor a ser violada se añade a ser repudiada por la familia, que se supone que debería protegerla.
- Pérdida reciente de un pariente (por enfermedad, suicido o asesinato) o temer a perder a los padres y madres, a veces enfermos, y quedarse solos en aquel mundo-jungla.
- Haber sido agredidos sexualmente. Según Save the Children, el 10% de los 2.800 niños y niñas congoleños en el campo de refugiado de Uganda, dijeron haber sido violados en el camino. En los propios campos, los pedófilos y las mafias de la industria de sexo hacen su agosto: al menos 8 niños fueron violados por un guardia del campo turco de Nizip; una niña de cuatro años murió por esta causa en un campo en Grecia; miles son forzados a prostituirse para sobrevivir.
Los niños constituyen más de la mitad de 65 millones de refugiados (cifra de la ONU) del mundo. Muchos no han conocido más que guerra y terror. Su protección debe ser la prioridad de los adultos, y rescatar lo que queda de sus vidas arruinadas, sueños deshechos, derechos aplastados.