Luis-Salvador López Herrero Médico y Psicoanalista
20/04/2018
Me hago eco de diferentes opiniones y comentarios, surgidos en la red y medios de comunicación, acerca de la inquietud que despierta, y que siempre ha generado en nuestra cultura cristiana, la presencia del suicidio. Pero es un hecho: la «muerte voluntaria» sigue siendo un tabú, un fenómeno del que conviene no hablar, aunque sin saber claramente porqué, una vez que las premisas religiosas deberían de haber perdido supuestamente su fuerza en nuestras convicciones hipermodernas. Comparto también con otros autores la idea de que este suceso es más habitual en varones, tal vez por la mayor sintonía que manifiestan con la agresividad y el coqueteo transgresor. En este sentido, el macho mata y se mata con mayor frecuencia que la hembra, y la difusión del acto está condicionada por el asesinato de un tercero; lo cual permite aclararnos que lo que se comunica en los medios no es propiamente la muerte solitaria como tal, sino más bien el hecho funesto de la violencia ejercida contra los demás.
Ahora bien, ¿por qué este atentado contra uno mismo ha de ser ocultado a toda costa? Además, ¿por qué existe un acuerdo tácito entre todos para no hablar ni divulgar esta presencia enigmática? Desde luego no parece nada verosímil la idea de que así, se pueden evitar nuevos desenlaces o tentativas, fruto de una posible identificación o imitación con el suicida. Si verdaderamente así fuera, ¿por qué no hacer lo mismo con la ingente cantidad de imágenes y narraciones de violencia, atentados varios, violaciones individuales o en grupo, y asesinatos múltiples, que acaparan e inundan sistemáticamente nuestros noticieros y boletines informativos?
No, en el suicidio y su silencio, se busca algo más, que conviene ser interrogado. Pero, de qué se trataría. ¿Cuáles serían las posibles causas que impiden hablar o nombrar, con cierta naturalidad, lo acontecido de forma trágica?
Me gustaría nombrar, en primer lugar, el sentimiento de culpa, sea o no experimentado de forma consciente, y la idea de fracaso existencial, como elementos perturbadores de nuestra conciencia, tanto en el terreno de lo personal como en lo social. Porque cuando una persona decide quitarse la vida, este mismo hecho genera multitud de sensaciones y de preguntas, que, como si de una piedra en un estanque se tratara, hacen fluir múltiples oleadas de confusión y de angustia, en todo el entorno. Los interrogantes se repiten una y otra vez: «¿Por qué? Y lo que es más dramático aún: «¿Cómo no me di cuenta?». Para acabar finalmente con el empuje y la tiranía de la culpa: «Debería de haber…».
En fin, centelleantes cuestiones que atormentan y angustian, no sólo a los más allegados, sino también a todo ese entramado social que formaba parte del sujeto, hasta el instante en que el acto marca su separación. Sin embargo, la culpa por sí sola no explica suficientemente este sendero de silencio que se cubre en torno a esta muerte trágica, muchas veces no anunciada. Es preciso además, que el suceso sea vivido en forma de fracaso personal y social por todos, para adquirir ese tinte de mancha maldita. Recordemos el colorido pecaminoso que siempre había tenido en nuestra cultura la dimensión de «la muerte voluntaria», convertida ahora, insisto, en fracaso existencial, familiar o social. Pero, fracaso de qué: del hecho mismo de no poder vivir y afrontar la vida con suficiente entereza. De ahí la necesidad, por parte de todos, de ocultar, en cierta manera, lo sucedido, esto es, esa renuncia «voluntaria» a vivir y seguir existiendo.
Pero esta premisa ética, que planea de forma inconsciente en nuestra cultura de espíritu cristiano, tiene preguntas cruciales que conviene formular: ¿Puede el hombre ser dueño de ese instante que marcara su destino final? O también: más allá de las causas, siempre variadas y nunca reducibles, por completo, a la idiosincrasia médica y su modelo de enfermedad, ¿puede el suicidio ser la elección cercenada o no, de la libertad, tanto como la desesperación humana o el anhelo de paz?
En cierto modo, siguiendo la premisa, anteriormente citada, el acto suicida atentaría contra la idea de que la vida tiene un sentido, que no se puede decidir ni cambiar de antemano: que el fin, de la existencia, no depende ni puede justificarse por el sujeto, sino sólo por ese destino mortal, natural o divino. Es como si, a los ojos de todos, el acto suicida rompiera el plan de un proceso evolutivo predeterminado (nacer, desarrollarse y morir), cuestionara su dirección y fuerza rectora, o se opusiera, de forma contundente, contra la idea de un perfecto programa concebido desde el principio. El problema es que no existe tal plan en la Naturaleza, ni mucho menos un significado escrito previamente para cada uno, sino que somos nosotros quienes otorgamos la idea de significado y de sentido a nuestra existencia, y cuando esto desaparece, para algunos, se les hace tan difícil seguir respondiendo a las preguntas que impone la vida, que deciden entregar su cuerpo a ese misterio del que formamos parte desde el comienzo, llevándose con su silencio el enigma que generó el acto. Sin embargo, tras el dramático acontecimiento, cada uno de los supervivientes deberá de afrontar y de responder, del mejor modo posible, tanto a la pérdida como a lo que se perdió con ella, puesto que la vida continúa.
No obstante, porque no hay un significado predeterminado en la Naturaleza y sí, a veces, en nuestros actos e ideas, convendría interrogar y aclarar nuestras posibles decisiones en curso. En una ocasión un paciente se presentó en la consulta para señalar que estaba cansado de vivir y que quería desaparecer, porque la vida no tenía sentido. Le indique que sí, que era cierto, que la vida no tenía sentido en sí pero que quería escuchar cómo había llegado a tal conclusión. A veces, con el instrumento de la palabra, y cierta confianza, se puede despertar una nueva posibilidad e inventar una respuesta diferente, demorándose así el inevitable destino mortal, que algunos, sin saber verdaderamente porqué, tratan de acelerar. Porque hablar, de la buena manera, no lo olvidemos, nos humaniza.