Así es el día a día de un centro madrileño que está completamente desbordado por las consecuencias de la pandemia y la salud mental de sus alumnos, con varios protocolos de actuación por riesgo autolítico
La escena que viene a continuación no es intrascendente. Clase de matemáticas de un curso de segundo de bachillerato en un centro con 900 estudiantes en la Comunidad de Madrid. El alumno A levanta la mano y pide ir al cuarto de baño. Atención: el protocolo debe activarse. La profesora A le dice que espere un momento, le pide al delegado de curso que baje a secretaría a por “el parte de faltas de la última semana” y continúa con el temario. El delegado transmite el recado sin saber que es un mensaje en clave y el plan prefijado debe seguir su camino: una profesora subirá a la clase con un informe en la mano, el supuesto parte de faltas, lo entregará a la profesora A y esperará fuera del aula. Inmediatamente, el alumno A, el que había pedido ir al baño, recibirá el permiso para salir y la docente seguirá sus pasos mientras prosigue la clase de matemáticas. Sin que el resto de sus compañeros lo sospeche, se habrá activado el protocolo antisuicidios.
Así es el día a día de un centro madrileño que está completamente desbordado, con un profesorado extenuado entre algunos de cuyos componentes se ha producido algún caso de crisis de ansiedad. No es solo la pandemia el problema, no es solo el baile de bajas y cuarentenas lo que más preocupa en estos momentos. Se encuentran en mitad de un curso en el que la salud mental de sus adolescentes pende de un hilo. Ahora mismo cuatro de sus alumnos, entre los que se encuentra el alumno A que necesitaba ir al baño, tienen abierto un protocolo de actuación por riesgo autolítico o de autolesiones, el paso posterior a una situación de estrés y ansiedad aguda y el paso previo a que esa situación se descontrole y pueda ser irreparable. Es una situación de riesgo máximo.
La directora hace lo que puede. Nunca se había encontrado con cuatro casos al mismo tiempo. De hecho, nunca había tenido uno. Acaba de empezar el segundo trimestre, teme que en los próximos meses se multipliquen y que sus compañeros de claustro, el resto de profesores, no tengan ojos para todos. “Y que algo salga mal”.
Y que algo salga mal puede ser terrible.
Este periódico se ha comprometido a guardar el anonimato de los cuatro menores, del propio centro y sus trabajadores, que tienen la obligación de proteger a sus alumnos y de que no sean identificados bajo ningún concepto. Puertas adentro, la situación del colegio es asfixiante, pero nadie debe darse cuenta.
En los pasillos de este centro hay risas y ruido de adolescentes aparentemente felices, algún que otro empujón, el bullicio de costumbre. Pero los profesores no están para bromas. “No somos psicólogos y parece que debemos actuar como si lo fuéramos”, confiesa uno de ellos. Carecen de herramientas para gestionar el problema: llegan a clase con el temor de que pueda pasar algo, de que algún detalle se les escape, deben aprender a dominar el miedo. Lo saben, pero no es nada fácil. Este curso se está haciendo agotador.
Todo comenzó con el caso número uno, el de una adolescente de 16 años cuyos padres se dieron cuenta de lo que pasaba por casualidad. En verano, antes del inicio escolar, la familia estaba de vacaciones cuando vio que la niña tenía unos arañazos fuera de lo normal en la parte superior del brazo, muy cerca del hombro. “Quita, quita”, cuenta la madre que respondió la adolescente cuando le pidió que se levantara la camiseta. Poco después, el mundo se le vino abajo. La joven confesó que utilizaba un portaminas con la punta afilada para clavárselo. Era su manera de calmar la ansiedad porque no quería vivir. Le daba asco su cuerpo. Y así, haciéndose daño, se olvidaba de aquello en lo que había empezado a pensar durante los peores meses del confinamiento, cuando había empezado a engordar. Su curso se derrumbó, repitió, se separó de sus amigas, su autoestima desapareció y comenzó a perder “alicientes para seguir viviendo”.
“Al menos me di cuenta antes de que fuera demasiado tarde”, alcanza a decir la madre, un pensamiento al que se agarra como su tabla de salvación. Fue entonces cuando acudió al instituto pidiendo ayuda, desesperada, porque en la sanidad pública, la que ella se puede permitir, le dieron cita en el área de salud mental “para dentro de seis meses”.
En ese punto es cuando se debe poner en marcha el mecanismo antisuicidios del instituto. “Aquí estaremos pendientes”, prometió la directora a unos padres “con la cara blanca, de pánico”.
La directora abrió el protocolo. El primer paso es convocar una reunión general de profesores. Así que procedió. “En ese momento se creó un silencio sepulcral”, recuerda la directora. Ninguno se imaginaba que esa chica estuviera en una situación similar. “¿Pero podemos hablar del tema?”, “¿cómo actuamos?”, “¿qué puedo decir y qué no?”. Esas fueron las preguntas más recurrentes de los docentes, que se quejaban de no estar preparados. “Estudié para dar clases, no para vigilar que un alumno no se suicide, no puedo cargar con esa responsabilidad”, dijo el responsable de la materia de Ciencias. Lo cierto es que el centro lleva tiempo pidiendo un psicólogo. Pero nunca llega.
Así que la directora trató de tranquilizarlos también a ellos y les dio algunos consejos. Por ejemplo: si los chicos hablan del tema, hay que encararlo. “En la guía que nos mandaron de la Comunidad de Madrid, la que sirve para que nosotros elaboremos nuestro propio protocolo, nos dicen que eso de que no se hable no es verdad, hay que afrontarlo, pero tampoco profundizar demasiado porque no es nuestra labor hacer eso”, insistió la directora. “Tampoco hay que forzarles a hablar de lo que no quieren, pero ante cualquier comentario que hagan no hay que obviarlo como si no pasara nada”, continuó. “Y algo fundamental: hay que anotar en un informe semanal cualquier actitud o comentario que se salga de lo habitual”, concluyó.
En definitiva: los docentes debían convertirse en los ojos, los oídos y la red de salvación de sus alumnos. Y eso, entre muchas otras cosas, les suponía una carga de inseguridad.
El alumno A nunca puede ir solo al baño. Es necesario vigilarle para que no vuelva a autolesionarse. Por eso el equipo docente se ha inventado una frase clave, porque los compañeros del chico no saben que tiene un protocolo antisuicidios abierto. En el momento en que un alumno aparece en secretaría y dice que un profesor ha pedido un parte de faltas, otro que se encuentre libre debe subir para cumplir la misión de acompañar, lo cual se ha convertido en una tarea difícil, ya que la pandemia está mermando una plantilla tensionada que da clases en aulas de 33 o 35 alumnos, unas ratios que este curso han pasado a ser como en 2019. “Y tenemos entre un 8% y un 10% del profesorado de baja por covid y la mitad sin sustituir”, se lamenta.
La clase de matemáticas donde está el alumno A ha terminado. Todos los estudiantes salen al pasillo. Algunos deben cambiar de aula. Y en mitad del pasillo un profesor vigila. Así lo dicta el protocolo. Debe controlar que todo marcha bien, que el alumno A no se encuentra solo, que no hay ningún peligro. Poco después, podrá salir al recreo porque sus padres lo han autorizado, pero siempre acompañado. Y el centro debe mantener una comunicación fluida con la familia y con su terapeuta.
Este instituto madrileño cambió sus rutinas completamente cuando llegó este primer caso, nada más comenzar el curso, en septiembre. Los 75 docentes que dan clases empezaron a moverse en silencio. A atender cualquier comentario fuera de lugar. A escuchar conversaciones que no debían. Los nervios aumentaron cuando apareció el segundo caso, a finales de octubre. Se intensificaron con el tercero, a mediados de noviembre. Y están a punto de estallar con el cuarto, que ha llegado ahora, en enero.
Se trata de alumnos de tercero y cuarto de secundaria y de primero y segundo de bachillerato, lo que significa que se encuentran en diferentes aulas, con diferentes pasillos que vigilar y que acuden a diferentes baños.
“Tenemos una chica de 17 años que tenía unas notas magníficas y unas expectativas universitarias inmejorables. Ahora todo se ha ido al traste porque ha decidido que no quiere vivir”, cuenta la directora. En este caso, además, está medicada. Por eso está obligada a dejar en la jefatura de estudios sus pastillas y, a la hora que le toca tomarse una, la ingiere delante de un adulto. “Sobre todo es para que no se tome más…”, dice uno de los profesores. No es ninguna tontería, porque ya lo hizo.
“Hablé con ella en su momento y me dijo que no sabía por qué lo había hecho, que no pudo controlar su mente”, suspira la directora. Está muy preocupada, dice en voz baja, y trata de que no se le note. Si ella estalla, los demás se descontrolan. Y no puede permitirse eso. Ya tuvo que atender a una profesora con una crisis de ansiedad. Y a la orientadora del centro, que atiende a los 900 alumnos (”cuando la normativa europea estima que debe haber uno por cada 300″), le diagnosticaron una úlcera en el estómago en diciembre.
Así que la ansiedad se ha apoderado del instituto. El ejemplo más claro lo vivió en sus propias carnes el profesor de Historia el pasado miércoles. En medio de un examen, una alumna de segundo de bachillerato le dijo que no podía escribir, que le dolía mucho la cabeza. No era una de las que tiene un protocolo de autolisis abierto, así que le permitió salir del aula cinco minutos para llamar a sus padres y hablar con dirección. Al ver que no regresaba, mandó a una compañera a buscarla al baño y no la encontró. Y se desató el caos. La directora y varios profesores recorrieron todo el instituto “durante los peores 20 minutos que recuerdo”. Al final, la encontraron sentada en las pistas de baloncesto, avergonzada por haber dejado el folio en blanco.
“Me dijo que había estudiado y que no entendía por qué no podía escribir nada”, dice la directora. Habló con ella un buen rato. Intentó comprenderla. “Creo que esa chica está entrando en una depresión, pero yo no soy ninguna profesional…”, se excusa la rectora, que solo espera que esa adolescente no se convierta en el quinto protocolo antisuicidios abierto. “Es muy difícil de controlar esto”, insiste. “Mira, incluso lo que parece que está medio controlado no lo está. La chica que se tomó las pastillas me dijo en su día muy seria: ‘no sé por qué lo hice, pero no te puedo asegurar que no lo vaya a hacer otra vez. No sé qué me pasa que hay momentos que no me controlo’. ¿Qué haces ante eso?”.
Un incremento de casos preocupante
La asociación de directores de Secundaria de Madrid (Adimad) soltó un dato preocupante a principios de semana: en un trimestre ya hay 200 protocolos de autolisis abiertos, mientras el curso pasado, en todo el año, se alcanzó una cifra entre 200 y 250. “El problema es de origen: se ha planificado el curso como si no hubiera virus y como si no lo hubiera habido nunca, como si no estuviéramos en una situación excepcional y como si lo que ha ocurrido estos dos años no hubiera afectado a nuestros alumnos”, lamenta Esteban Álvarez, presidente de Adimad, que acusa a la Consejería de Educación madrileña de haber traspasado a cada uno de los centros educativos la gran responsabilidad del cuidado de la salud mental.
En los últimos meses, comunidades como Aragón, Comunidad Valenciana, Castilla y León, Baleares y Extremadura han aprobado protocolos para la prevención del suicidio y las conductas autolíticas en los centros educativos urgidas por la sensación de “desprotección” y falta de herramientas de los docentes. Madrid es una de las autonomías que todavía no ha aprobado ese protocolo, aunque desde la Consejería de Educación señalan que “se está terminando”. En la actualidad, hay publicada una guía y cada centro debe elaborar desde esa base su propio plan.
“La situación de la salud mental de nuestros adolescentes es de emergencia total”, reclama Isabel Galvín, que representa a los docentes afiliados a CC OO. “Es preciso bajar ratios y ampliar plantillas con los profesionales adecuados para vigilar la salud del alumnado. Esto es la punta del iceberg”. Esa visión la comparte la presidenta de la federación Francisco Giner de los Ríos, que aglutina a 900 asociaciones de padres, Carmen Morillas: “Madrid nos tiene abandonados. Siempre piensan en ahorrar y ahorrar y cuando ocurra una desgracia nos llevaremos todos las manos a la cabeza”.