María de Quesada intentó quitarse la vida a los 15 años. La única hija de Dolors López se suicidó hace 10. Ambas comparten su historia para ayudar a otros
A los 15 años, María de Quesada intentó quitarse la vida. “Cuando me desperté en el hospital tuve mucho miedo porque me di cuenta de que yo no quería morir, quería dejar de sufrir”.
Hace una década, la única hija de Dolors López se suicidó. “Era maravillosa y había sido muy feliz, como lo son las personas que han tenido esos pensamientos después de recibir ayuda. Aquel día me dio un abrazo que aún me pone la piel de gallina. Pienso: ¿Estaría despidiéndose de mí?”.
En 2020 se quitaron la vida en España 3.941 personas. Es el máximo histórico, según el Observatorio del Suicidio. Son casi 11 de media al día, uno cada poco más de dos horas. El suicidio es la primera causa de muerte no natural: provoca casi el triple de víctimas que los accidentes de tráfico, 13,6 veces más que los homicidios y casi 90 veces las asesinadas por violencia machista. Entre los jóvenes de 15 a 29 años es la segunda causa de fallecimiento (300) por detrás de los tumores (330) y hasta el año pasado nunca se había alcanzado una cifra tan alta (14, siete niños y siete niñas) de suicidios en menores de 15. María de Quesada y Dolors López, que conocen bien el dolor detrás de esas cifras, han querido compartir su experiencia con EL PAÍS. “Para que quienes tienen pensamientos suicidas entiendan que ese sufrimiento es temporal, que hay salida”, explica la primera, que hoy tiene 42 años y dos hijos de ocho y cinco. “Para que otras madres no vivan lo que yo viví”, añade la segunda, que hoy da charlas en institutos y forma a profesores, policías, bomberos y personal de servicios sociales para combatir esa estadística.
La buena noticia de un drama inmenso, que se lleva cada año al menos a 800.000 personas en el mundo, entre ellos miles de jóvenes con toda la vida por delante, es que se puede prevenir, que todos pueden ayudar. Y para eso, coinciden María y Dolors, lo primero es entender.
El tabú. Viernes en el hospital, lunes al colegio
“Mi intento de suicidio fue un viernes”, recuerda María. “Me dieron una medicación y el lunes estaba en el colegio. El tabú cayó inmediatamente sobre mí y sobre mi familia. No lo hablé con nadie. Mis padres tampoco, hicieron lo que pudieron. Todos hicimos lo que pudimos. Eran los noventa, nadie nos guió e hicimos como que no había pasado nada. Con el tiempo entendí que lo peligroso es tener un pensamiento suicida y no hablarlo”.
Algunas amistades de Dolors, “con su mejor intención”, le recomendaron que no dijera cómo había muerto su hija. “Lo hacían para protegerme. Intentan que no hables de eso porque el entorno te estigmatiza. Sobre las personas que han sobrevivido a un suicidio cae la losa de la vergüenza y de la culpa. El ser humano repudia pensar que alguien puede quitarse la vida y lo oculta. Se decía que era mejor no hablarlo, que hacerlo daba ideas, provocaba que el que lo estaba pensando se decidiera, pero es todo lo contrario. Si no conocemos el problema y su magnitud, no podemos prevenirlo. No hablar del suicidio aumenta los suicidios”, concluye.
El psiquiatra Diego Palao, director de Salud Mental del Hospital Universitario Parc Taulí-UAB de Sabadell (Barcelona) y coordinador del programa de prevención del suicidio del Centro de Investigación Biomédica en Red de Salud Mental (Cibersam), recuerda que uno de los lemas de la Organización Mundial de la Salud (OMS) para combatir el problema es, precisamente, “Hablemos”.
Durante mucho tiempo, los medios de comunicación no han abordado apenas el asunto porque se creía que provocaba efecto contagio. María, periodista, aclara que ese efecto existe, “pero si no se hace bien, es decir, si se habla del suicidio, como ocurre a veces cuando quien se quita la vida es famoso, dando detalles escabrosos sobre lugares o métodos”.
El silencio ha tenido un efecto perverso. “A la gente le da miedo hablar de esto con menores, las estadísticas apenas se difunden, y eso ha permitido”, afirma María, “que la gente lo perciba como algo ajeno, que no puede pasar en su entorno, cuando sucede en todas las edades y clases sociales”. No hablar de ello, añade Dolors, “favorece el estigma y el estigma es la primera barrera para pedir ayuda. Eso de que el que va al psicólogo es un flojo o está loco. La sociedad crea malestares que no resuelve y eso puede cronificarse, provocar problemas de salud mental. Personas con una vida normal pueden caer en una depresión ante la pérdida del trabajo, la soledad, la falta de recursos… Y no es un problema individual, sino de toda la sociedad. Hace falta un plan nacional específico que coordine estrategias de ayuda, pero también que todos actuemos en red, estemos atentos a las señales y cuando a alguien le falten las fuerzas en nuestro entorno, no tengamos miedo a preguntar y escuchemos”.
Palao explica que la mayoría de jóvenes que atienden llegan a la terapia después de un intento de suicidio, no antes. “La razón principal es el desconocimiento de la población, que tiende a atribuir problemas de salud mental a coyunturas o vivencias y no busca ayuda porque le parece una muestra de debilidad. Para combatir eso hemos desarrollado una web explicativa, Mind-u, y organizamos talleres en colegios para que los jóvenes puedan identificar los problemas y buscar ayuda. El porcentaje de reintentos de suicidio es del 20% al año en el cómputo general y sube hasta el 40% entre los jóvenes cuando no se interviene. En el caso de los que sí van a terapia tras una tentativa, ese porcentaje baja al 5%”. El psiquiatra lleva más de 20 años trabajando en la prevención y asegura que “no hay una recompensa mayor” que cuando ve cómo una persona que ha intentado suicidarse se da cuenta de que ese sufrimiento era temporal. Cuando el tratamiento les devuelve la vida.
Los falsos mitos. “Lo dice para llamar la atención”
“Cuando no se habla de algo porque es un tabú”, advierte Dolors, “surgen mitos, falsas creencias que se dan como verdades porque en este caso la gente se queda más tranquila atada a ellas. Uno de los mitos en torno al suicidio es que se hace para llamar la atención; otro, que el que avisa nunca lo hace, o que solo alguien muy egoísta puede quitarse la vida. Si una persona habla de ello hay que atenderla siempre, no podemos escudarnos en que quiere manipularnos si quien lo dice es, por ejemplo, alguien que trata de evitar una ruptura sentimental. Eso no significa, evidentemente, mantener la relación de pareja, sino buscar la manera de que esa persona y ese pensamiento sea atendido. El suicidio no es un acto de egoísmo. Es estremecedor pensar el sufrimiento que tienen para llegar ahí porque las personas que hacen esto no quieren morir, quieren dejar de sufrir. Entender esto es clave porque significa que podemos ayudarles, prevenir”.
El perfil. Todas las edades y clases sociales
No existe un perfil de suicida. Durante el confinamiento, María creó una web para contar su experiencia y animar a otros. “Me llegaron muchísimos testimonios, de España, EE UU, Latinoamérica… Teníamos algo en común: nos habíamos culpado mucho y decidimos dar el paso de no avergonzarnos”. El pasado septiembre publicó un libro que reúne 23 de esos relatos y muestra que los pensamientos suicidas son “transversales”. Se titula La niña amarilla, que es como María llama a “esa voz que habita en todas las personas que han querido desaparecer alguna vez” y en él hablan víctimas de violencia machista, estudiantes, una niña superdotada que intentó suicidarse en el instituto y hoy es psiquiatra o una madre que pasó tres años sin poder hacerse cargo de su hija porque una depresión postparto hizo que no se sintiera vinculada al bebé e intentó quitarse la vida. Esa mujer, que un día despertó en el hospital y gritó: “¡Dejadme morir!”, hoy está convencida de que su hija nació para salvarla. “Cuando veo sufrir a otra persona por un motivo similar, le explico que aunque parezca que ha caído en el abismo más profundo, no es verdad”.
En el prólogo del libro, la alpinista Edurne Pasabán relata su caso: “Nada es lo que parece y todo puede cambiar de la noche a la mañana. Mi ochomil más difícil nunca tuvo forma de montaña, sino de niña de color amarillo. Al principio no sabía muy bien lo que me ocurría, parecía que estaba triste, mi entorno no entendía cómo, teniéndolo todo, podía sentirme así de mal y con tan pocas ganas de vivir. Ahora me pregunto por qué no pedí ayuda antes, por qué tuve que llegar a aquel extremo para dar el paso”.
El psiquiatra Palao explica que “el 90% de las personas que se suicidan tenían en ese momento una enfermedad mental que se puede tratar y de forma muy eficaz”.
Los medios. “Las tentativas entre chicas jóvenes se han duplicado”
En 2020 se superó por primera vez en España el millar de muertes por suicidio en mujeres tras un incremento del 12,3% respecto al año anterior —en los hombres los casos subieron un 5,7%—. El INE no recoge los intentos, pero el psiquiatra Diego Palao explica que en Cataluña, donde sí recaban esos datos desde 2015, han detectado un aumento en chicas. “Durante el confinamiento el número de tentativas se redujo, aunque al iniciarse el curso volvió a las cifras prepandemia. Pero en el caso de chicas entre 14 y 17 años se ha duplicado”. “Los padres nos traen a los hijos cuando detectan cambios de conducta. Los chicos sí suelen manifestar agresividad si hay problemas psiquiátricos, pero las chicas viven los problemas de salud mental de manera interior y los padres solo se dan cuenta cuando hay fracaso escolar, a final de curso, y pasan más desapercibidos”.
Los recursos, como en cualquier área sanitaria, son fundamentales para la prevención. En España hay 11 psiquiatras por cada 100.000 habitantes, casi cinco veces menos que en Suiza (52) y la mitad que en Francia (23). Y faltan psicólogos clínicos: en 2018 eran tres veces menos que la media europea. El Gobierno prevé incorporar la especialidad de Psiquiatría Infantil y Adolescencia en la próxima convocatoria de formación sanitaria especializada. Mientras, el hospital 12 de Ocubre de Madrid y la empresa Yslandia han puesto en marcha un ensayo con una aplicación, Searching help (Buscando ayuda), que permite al psiquiatra recibir una alerta si su paciente ve páginas sobre métodos de suicidio. María de Quesada y Dolors López denuncian a menudo ese tipo de contenidos en Internet.
Las señales de alarma. La adolescencia, factor de riesgo
“En mi caso no hubo un detonante concreto”, explica María. “Arrastraba una baja autoestima desde niña, mi padre padecía depresión, yo veía ese sufrimiento y de alguna manera, sin culpar a nadie, sentía que nunca era suficiente. Era buena estudiante, no tenía problemas aparentes y eso me daba aún más rabia porque me sentía culpable por pensar así, cuando no me faltaba de nada, más que amor a mí misma. Como no lo hablaba, tampoco podía entender lo que me pasaba”.
Dolors, que ha investigado mucho tras el suicidio de su hija, explica que “casi todos los suicidios vienen precedidos de señales”. “Lo que tenemos que hacer es aprender a detectarlas y no asustarnos”. Esos signos de alerta pueden ser verbales —“que alguien hable repetidamente de la muerte, diga cosas como ‘os iría mejor sin mí’; que se despidan cuando no toca, dando las gracias ‘por cómo te has portado conmigo’ o intente zanjar viejos asuntos, repartir joyas o propiedades”— o de conducta — “cambios de actitud, tristeza, irritabilidad, falta de sueño, descuidar el aseo personal, consumo de drogas”—. “Los adolescentes”, añade, “son un grupo de riesgo porque es un momento de vulnerabilidad y las depresiones en los jóvenes son más difíciles de detectar porque no siempre se muestran con tristeza, a veces lo que aparece es agresividad”.
Palao, profesor titular de Psiquiatría en la Universidad Autónoma de Barcelona, cuenta un caso reciente: “Hace poco tuvimos a un chico de 16 años que llevaba seis meses con una depresión sin diagnosticar. Los padres habían notado que hablaba algo menos, pero no tenía problemas de conducta, ni habían bajado sus notas. Lo llevaron a la consulta porque una amiga les enseñó unos wasap en los que decía que quería morirse. Él no había pedido ayuda. Cuando le vi ya había planificado el suicidio. El hermetismo a esas edades dificulta más las cosas, por eso es fundamental mejorar la comunicación con los jóvenes”.
Los familiares de la persona que se ha suicidado, añade Dolors, son, tras los que lo han intentado ya, el segundo grupo con mayor riesgo. “Hay dos momentos complicados después de algo así: el primero es decidir si te quedas o te vas. Yo decidí quedarme. El segundo es abandonar el duelo y eso nos cuesta porque hasta que aprendemos a vincularnos a ellos a través de otra cosa que no sea el llanto por su muerte, es decir, a través de su vida, de lo que compartimos, sentimos que los abandonamos. Esto separa mi vida en un antes y un después absoluto, nada vuelve a ser igual. Cuando me recuperé, decidí que quería ayudar a otras madres, escribí un libro, Te nombro, para acompañarlas y homenajear a mi hija, y me expuse a la sociedad. Me abrí en canal con mi pena, salí, dije: “Soy la madre de una chica que se suicidó y esto está ocurriendo cada día”