“El suicidio juvenil, desde una visión de la antropología de la muerte”

Otros datos consignados en la obra del Padre Ramón María Felip Rosell en su obra El suicidio (Casa Editorial y Talleres Gráficos Arturo Zapata, Manizales, 1938), cuando se refiere al club de los suicidas de Armenia, nos remiten a mostrar la frecuencia de dichas muertes en la época de los años 30 del siglo XX, con una frecuencia inusitada.

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Los suicidios juveniles ocurren indistintamente en la zona urbana y rural, variando sustancialmente los procedimientos empleados.

 

En el índice, titulado “La razón de este libro”, el autor anota: “Ansioso de atajar de alguna manera la creciente ola de suicidios, iba publicando en la prensa artículos sueltos sobre el mismo tema”.  Esta nota, escrita el Viernes Santo de 1938, se refiere seguramente a las recurrentes publicaciones, especialmente en el periódico El Quindío de Pereira, cuyas páginas presentaban en primera plana las noticias desgarradoras de aquellos casos lamentables.

En la página 131, Felip Rosell hace alusión a la propaganda que invitaba a tales acciones: “Notamos también de paso la punible responsabilidad social y moral de los que, algunos años atrás, divulgaban por nuestros pueblos y ciudades departamentales, una hoja clandestina, instigando al suicidio”.

El club de suicidas de Armenia

El caso más concreto sobre un suicidio juvenil de Armenia, vinculado al “club de los suicidas”,  es mencionado en la página 133: “Noviembre 5.  Suicida: XX.  Natural de X.   Era dueño de una fonda en Puerto Espejo.  Causa del suicidio, desengaño amoroso.

Desde algún tiempo amaba a la señorita X.  Hora, 2 de la tarde.  Sitio, “Salón Rojo”, en la galería vieja.  Edad, 22 años.  Herida, un balazo en el corazón”.  Un carnaval, organizado por la administración, “para distraer un poco a la desorientada juventud de la ciudad, arrastrada por la vorágine suicida”, tampoco  fue remedio para que se evitara este nuevo caso.  Así lo menciona (pág.133), desde su visión confesional: “El carnaval no es remedio de suicidas.  La loca alegría  angustia y envenena el ambiente.

Desde algún tiempo amaba a la señorita X.  Hora, 2 de la tarde.  Sitio, “Salón Rojo”, en la galería vieja.  Edad, 22 años.  Herida, un balazo en el corazón”.  Un carnaval, organizado por la administración, “para distraer un poco a la desorientada juventud de la ciudad, arrastrada por la vorágine suicida”, tampoco  fue remedio para que se evitara este nuevo caso.  Así lo menciona (pág.133), desde su visión confesional: “El carnaval no es remedio de suicidas.  La loca alegría  angustia y envenena el ambiente.

 La juventud de X se pierde en el cafetín, en las mesas de billar, en el cine, en el tedioso dominó.  La adolescencia va en pos de la juventud, hundiéndose en el letal ambiente.  Hay una suprema indiferencia ante el niño que toma licor y atenaza su vida en los sitios del vicio.  A muchos se les ha visto preparar su tragedia. Contar su amargura, enseñar el arma suicida.  Casi que sonreían ante el hecho”.

Si no fuese por la comprobada ocurrencia de tales hechos hace 80 años, diríamos que el suicidio juvenil es el producido fatídico de unas épocas que -antes y ahora, – sólo han marcado cansancio a este segmento de la población.  En el sepelio de una joven quindiana, sus compañeros comentaban con pasmosa naturalidad el suceso acaecido, respaldados en el testimonio de algunas cartas que había dejado, donde solicitaba no culpar a familiares de su muerte y complacerla en una “última” audición de música de su preferencia.

Era, en las menciones de su grupo, y aún en las de algunos foros de prensa, el camino ya trazado, lo que tenía que ocurrir.

Niños, jóvenes y adultos mayores

Los suicidios que más afectan a familias enteras y a las sociedades, son los que se autoinfligen los niños, los jóvenes y los adultos mayores.  Es natural que produzcan impacto en el conglomerado social, especialmente por la desaparición temprana de los primeros.  El mundo actual ha construido la realidad de la muerte joven, sin que se consoliden políticas claras de profilaxis o prevención.

Emilio  Durkheim, anotaba que en su época no era común el suicidio de jóvenes. Los suicidios juveniles ocurren indistintamente en la zona urbana y rural, variando sustancialmente los procedimientos empleados para poner  fin a su existencia.  Una muestra  palpable de esa heredad del mundo globalizado es el cúmulo de datos sobre su ocurrencia.

 Al considerar que dichas cifras son  el respaldo técnico para un estudio de esa realidad desde la investigación social, también es cierto que ellas son y harán parte de las miles de estadísticas que, alrededor del mundo, nos confrontan con la gravedad del problema.  Según los estudios, en algunos países europeos, “el suicidio es la causa más alta de mortalidad juvenil, después de la muerte accidental”  (“Los suicidios son menos pilos”, periódico El Tiempo, enero 22 de 2005).

Igual situación se aprecia en la capital, en un estudio realizado: “con el paso de  los años, el suicidio en Bogotá se ha convertido en la cuarta causa de muerte violenta” (“Suicidio: la deuda del Distrito”,  periódico El Espectador, febrero 8 de 2004).

Tantas circunstancias que matizan el acto suicida son tan evidentes como las cifras del acto consumado. Ellas se manejan por doquier, pero no dejan vislumbrar una efectiva solución a esa problemática que está en gran parte en nosotros y en gran parte en la sociedad.

La exclusión de los jóvenes

No puede ser posible que sigamos fomentando la exclusión de jóvenes en los aparatos productivos y burocráticos.  Eso es tan  desalentador para un individuo que se encuentra en sus bríos de realizaciones, que puede a la postre fomentar acción suicida. Una experiencia histórica, vivida en la época posterior al terremoto de Armenia en 1999, llevó a un incremento notable  de suicidio de jóvenes y de adultos mayores. Se unieron en dicha ocasión la desesperanza, el desempleo  y la pérdida de espacios vitales (especialmente para los viejos).

Otra razón poderosa ronda en el imaginario juvenil:  nuestros jóvenes están solos, sin el amparo de autoridad paterna y/o materna, ya que muchos padres migran a Estados Unidos o Europa, de donde envían con frecuencia sus remesas o giros.

Esta situación se nos ocurre, está solucionando el menguado ingreso monetario, pero también está sacrificando la convivencia, pues los jóvenes crecen distorsionando la imagen referencial de familia.  Muchos engrosan el mundo de las drogas y pandillas.

Interlocutor de los jóvenes: el computador

Los jóvenes de clase media viven, en medio de sus comodidades, de sus ingresos originados en las remesas y giros o a través de sus dogmas, una inmensa soledad.  Su interlocutor es el computador.  Su medio de comunicación es la internet.  Su vínculo no es familiar, es mediático, no se avizoran soluciones.  Seguimos en el camino de las cifras y las estadísticas, mientras los jóvenes se  desvanecen en sus caminos que no son más de aliento y de esperanza.

Por tal razón, sería interesante acudir a ese planteamiento de la Antropología de la muerte llamado la Pedagogía de la muerte.  Es, irónicamente, la vía procedimental que mejor nos acerca a la comprensión de la vida.

Esa pedagogía consiste en aprender, desde niño, a valorar la existencia. Esto equivale al hecho ineludible de aceptar la muerte y preocuparnos más por vivir que por la forma como vamos a perecer. Difícil tarea en un mundo que permite que sus niños crezcan solos y que sea la misma sociedad la que les fomenta la desprotección total.

Los niños formados en esta manera de aprender, más los adultos que lo asimilan en su madurez, son conscientes de lo que con profunda filosofía es el pensamiento de la vocación de la vida. Es ésta la única que nos debe interesar, es la única que nos invita a actuar, es la única que nos da el aliciente del futuro, de un futuro construido por nuestra voluntad… de persistir.

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