Una granadina explica cómo se recupera del suicidio de su madre, los mecanismos de atención para estos supervivientes y los estigmas sociales

«Ninguna muerte se oculta salvo en el suicidio. A nivel social es un tabú, se oculta a la sociedad porque todavía pesa esa idea de que es una desgracia, una vergüenza para la familia y hay que acabar con este pensamiento y mejorar la prevención de casos», empieza a relatar con entereza Ana, nombre ficticio de una granadina que no se atreve a compartir su identidad real más por «vergüenza» que por miedo a que la reconozcan sus allegados. Hace una pausa y respira hondo recostada sobre un sofá de la sala de estar del Teléfono de la Esperanza (calle Horno Espadero, 22), pero se le quiebra la voz en cuanto lo recuerda: «En diciembre se cumplen tres años desde que perdí a mi madre, saltó por la ventana».

Esas fechas son complicadas para Ana, que hace un esfuerzo por aclarar su voz mientras alisa el pañuelo de papel con el que se limpia las lágrimas que se le escapan. «Ese día es una pesadilla. Piensas que estás soñando, que no sucede. Aparte de que es un tabú, te ves marcada por la tragedia. No eres la misma persona y aunque sabes que por ley de vida los padres se irán antes, no esperas que sea de esta forma».

Los últimos datos publicados por el Instituto Nacional de Estadística (INE) revelan que en el año 2017 un total de 3.679 personas se quitaron la vida en España (2.718 hombres y 961 mujeres), de las que 692 (506 hombres y 186 mujeres)lo hicieron en Andalucía y, de estas, 84 lo hicieron en Granada (59 hombres y 25 mujeres). «Detrás de esos números hay personas que tomaron la decisión de dejar de vivir y familias destrozadas», dice Ana, mientras mantiene la mirada fija sobre un punto de la sala. «Al final, ya no piensas en quien se ha ido. Piensas en quien se queda y dices ‘¡Pobre familia, qué camino tan duro le queda por recorrer!’ y es que le puede pasar a cualquiera», reflexiona mientras juega con el botón de su chaqueta, y añade: «Pero siempre hay esperanza», suspira. Su rostro se relaja cuando oye la voz, al fondo del pasillo, de la psicóloga que la atiende en el Teléfono de la Esperanza desde que decidió buscar ayuda para superar la pérdida inesperada de su madre.

La gente que escucha

El paso más difícil es reconocer que se necesita ayuda y buscarla porque, según este testimonio, el estigma social es uno de los elementos que más pesa en este tipo de circunstancias. «Cuando pasa un tiempo, no quieres decir la causa del fallecimiento de tu madre. Estás cansada de decirla, es un tabú y piensas que la gente te juzga: ‘Esta familia con tres hijos y no se dieron cuenta, no lo vieron venir’. Te culpabilizas. Cuando pasa, ¿qué cuenta te vas a dar si tu madre no hace nada raro? Ni te lo planteas». Para Ana, este era uno de los pensamientos más recurrentes que la perseguían y paralizaban.

«Fue mi hermana la que me buscó ayuda porque yo no era capaz de hacerlo», admite. Aparecieron varios nombres de entidades y personas y ahí es cuando Ana descubrió el «maravilloso» equipo del Teléfono de la Esperanza de Granada. «Había un grupo de ayuda mutua, pero yo no quería hablar ni compartir mi dolor con desconocidos porque es algo muy íntimo. Sólo confiaba en mi psicóloga y gracias a ella conseguí la confianza suficiente para compartir mi testimonio con los demás», afirma Ana.

Esta granadina de 38 años admite que hay muchos interrogantes que se quedan sin respuesta cuando un ser querido se quita la vida. «En el suicidio hay preguntas sin responder: por qué lo hizo, por qué y cómo no nos dimos cuenta ni lo vimos venir, por qué sus tres hijos no supimos ayudarla… No piensas que tu madre lo hará». Pero también hay daños colaterales que no esperaba: «Noté amistades que se apartaron porque no saben ayudarte y no quieren el dolor. Te queda poca gente al lado. Con cualquier otra pérdida, por accidente, cáncer, la muerte no hay un tabú así».

Sin embargo, el grupo de ayuda encontró a gente que realmente supo comprenderla y ayudarla, aunque fuera únicamente escuchando su relato para que expresara con palabras lo que la carcomía por dentro. «Hablas y parece que sueltas una bocanada de amargura de las entrañas, pero poco a poco sanas y aprendes a vivir de nuevo. Los grupos de escucha y ayuda mutua son muy importantes: algunos te ayudan porque pasaron por lo mismo y otros sólo escuchan pero con el tiempo te animan a dar un paso más allá».

El apoyo que encontró en este grupo de personas le animó a seguir adelante y a repensar su propia vida y las relaciones que tenía con amigos, familiares y otras personas de su entorno. «Al principio esperas que todos te ayuden. Te vuelves egoísta. Buscas a quien te ayude y dejas atrás a quien se aleja, pero con el tiempo todo recobra un equilibrio justo», apunta.

La suma de esfuerzo personal, el apoyo del grupo de ayuda mutua y el respaldo incondicional de su psicóloga representa una bocanada de aire fresco en el día a día de Ana. «Los primeros seis meses estás en shock. Mis dos hermanos optaron por no hablar del tema, se creó un silencio familiar, y a los tres meses dejaron de hablar del suicidio de nuestra madre. Yo opté por contarlo para salir del pozo, ellos prefirieron superarlo en silencio».

Retomar las actividades cotidianas no fueron fáciles para esta granadina. «A los seis meses no te sientes con derecho a nada. Ni a pasarlo bien por haber dejado que tu madre se escape así. ¿Cómo voy a ir a un concierto? No te sientes con el derecho de disfrutar de la vida y te sientes culpable si te diviertes». Sin embargo, Ana encontró un impulso en empezar nuevas actividades como las manualidades, que la distraían y durante el tiempo que estaba ocupada no pensaba en la pena que la acompañaba. Con el tiempo empezó a dejar la tristeza de lado cada vez que salía con alguna amiga. «Aprendes a llevar esa mochila pesada de otra forma, aunque siempre esté ahí, pero cuando quedas con alguien tratas de estar con esa persona y evitar el monotema», explica más calmada.

Falta prevención

El principal problema que destaca Ana es la falta de información sobre los mecanismos de atención que hay para prevenir los suicidios. «El suicidio se asocia al trastorno mental, a la esquizofrenia, a la depresión o a quedarse sin trabajo. No siempre tiene que ser una enfermedad, sino deberse a un momento de emergencia. La depresión no se ve, ¿cómo se ayuda? Es una de las enfermedades que existen». La madre de Ana sufría una depresión crónica desde hacía 20 años, de tipo orgánico, porque su cerebro no fabricaba suficiente serotonina, la hormona que regula los estados de ánimo.

Ana reconoce que la peor parte ya ha pasado aunque siga estando de duelo, y todo gracias al sistema de ayuda para los supervivientes de suicidio en el que intervienen asociaciones y entidades con psicólogos altamente especializados en casos de duelo y muerte traumática. Sin embargo, lamenta que sea prácticamente desconocido para la sociedad, no haya campañas informativas al respecto y no se amplíe ni refuerce esta atención en el marco de la sanidad pública española. «Cada día se suicidan 10 personas en España, casi el doble de fallecidos que por accidentes de tráfico y no hay la misma visibilización en medios de comunicación por miedo a generar réplicas», critica.

«Insisto en que hay que visibilizar los equipos de ayuda mutua porque con el tiempo y su apoyo te sacan del pozo, pero antes de dar el paso de acudir a un grupo, creo que lo más importante es encontrar a alguien que te entienda, cualquier profesional no conecta contigo, debe haber empatía y comprensión del dolor. Tienes que trabajar con ayuda psicológico y, quizás, farmacológica durante un tiempo», comenta Ana. De ahí que esta granadina exija una mayor inversión en asistencia a supervivientes del suicidio, pero sobre todo en detectar y ayudar a las personas vulnerables que, por cualquier motivo, piensen en que la solución a sus problemas pasa por dejar de vivir. «Hay que visibilizar los servicios de atención para estas personas», concluye.

«Les hacemos saber que no están solos; eso y el amor lo cambia absolutamente todo»

Rosa Melchor es una de las psicólogas voluntarias que se dedica en cuerpo y alma a ayudar a todas las personas que acuden al Teléfono de la Esperanza de Granada. Esta entidad se creó en 1971 para atender a los supervivientes de suicidio, pero también las crisis emocionales por motivos personales, familiares, económicos o de cualquier otra índole. «En el Teléfono de la Esperanza les hacemos saber que no están solos. Eso junto al amor y el cariño lo cambia y lo salva absolutamente todo», asegura Melchor.

Esta profesional considera que muchas personas «piensan en la muerte como vía de escape cuando en realidad no quieren quitarse la vida, sino salir del problema». Por eso, desde el Teléfono de la Esperanza piden a todos los usuarios que confíen y hablen con ellos, porque los profesionales que forman parte del equipo «escuchan con sentimiento para engancharles a la vida en cada conversación». Los psicólogos que los atienden saben que «la soledad del suicida es brutal». Por eso, en las primeras llamadas son claros y directos: «Cuando llaman o vienen a la sede les decimos ‘Déjame acompañarte, tú tienes la libertad de poder cambiarte a ti mismo en esto o de suicidarte cuando quieras, pero vamos a intentar salir de esta juntos’». Melchor lo ve claro y es rotunda: «El suicidio es una solución eterna para un problema temporal».

El principal problema que ve Melchor en el tratamiento del suicidio es que «se ha normalizado no hablar de ello porque molesta » y cuando se hace, «la gente quiere saber el cómo y el porqué». De ahí que esta psicóloga insista en la necesidad de dejar de lado los «detalles morbosos» e invite a hablar abiertamente de la cuestión desde un punto de vista positivo para encontrar soluciones e impulsar medidas sociales que ayuden a prevenirlo. De esta forma se rompe también con el tabú que se ha creado con el paso del tiempo. «Sobre todo antes se veía como algo vergonzoso, como si la familia tuviera la culpa. Tanto para la Iglesia como para la sociedad civil era algo condenatorio. No te permitían enterrarte en camposanto y estaba penalizado».

Hay una cuestión que realmente sorprende a Melchor: «Vivimos en una sociedad mejor, pero la angustia vital sube. ¿Qué está pasando? ¡Si vivimos en el Primer Mundo!». Melchor lo atribuye a que paulatinamente la sociedad ha ido perdiendo los «valores» que anteponen las personas y se ha exaltado el individualismo por encima de las relaciones familiares y sociales en general. Por esto insiste en que «la prevención social es la mejor herramienta».

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