Conviven con un constante sentimiento de culpa, con ese «por qué», ese «y, si…» que se dicen cada día, desde que su hermano, amigo o padre decidiera quitarse la vida. Son sobrevivientes de unos enfermos a los que la sociedad sigue dando la espalda.
Espérame en el cielo’ es la historia de amor de Martín y Valentina. Una historia real, un relato desgarrador, amargo, pero lleno de esperanza, de una pareja de enamorados arrancada por el suicidio de él. Escrito por Irene Fatás, es mucho más que un libro en el que se aborda un tema tabú como es el suicidio, es la manera que su propia autora tuvo de poder comenzar a vivir y en el que cuenta su historia de amor con una pareja, enferma con una depresión que acabó con su vida. Irene hoy es feliz de nuevo. «Conocí a alguien que me cogió de la mano, me dijo que había mucha vida, y sorprendentemente me enamoré, porque el hecho en sí de enamorarse en la vida es difícil, que te pase una vez es un pequeño milagro, pero que te pase dos es una bendición. Y cuando te sucede algo tan traumático parece que todo ha terminado».
Irene forma parte de esos miles de familiares o amigos que cada día sufren el dolor de ver cómo sus seres más queridos viven en un túnel imposible de una enfermedad demoledora y cruel, que en sus casos más extremos puede acabar llevándoles al suicidio. Seres queridos que se quedan con un dolor infinito y llenos de preguntas sin respuesta. Para ellos, este lunes se celebra el Día Internacional de los Sobrevivientes del Suicidio. Porque es un hecho que marca de por vida a todo su entorno, del que apenas se habla y que aún se ve como un estigma social. Lo recuerda Javier Jiménez, presidente de la RedAipis, la Asociación de Investigación, Prevención e Intervención del Suicidio, al explicar que «el suicidio no se elige, sucede cuando el dolor que sentimos es mayor que nuestros recursos para afrontarlo», y que en nuestra sociedad durante siglos «el suicida ha sido castigado. Sólo llevamos 35 años de permisividad, porque hasta 1983 no se le hacía funeral, ni se le podía enterrar en el cementerio, si no se hacía la vista gorda o no constara como tal».
Las cifras de muerte por suicidio varían sustancialmente, porque muchos fallecimientos son consecuencia de las lesiones que provocan intentos que no se contabilizan como tales. Oficialmente, en Aragón hay «un suicidio cada tres días, unos 100 al año de media, y por cada uno hay entre 20 y 30 tentativas», indica Isabel Irigoyen, psiquiatra del Hospital Clínico de Zaragoza que explica que entre los enfermos a los que atienden «conseguimos resultados, porque un 99% de ellos pueden curarse, incluso personas muy graves, pacientes que se han tirado al tranvía, que lo han intentado, y no hablamos de tomarse tres pastillas, no, sino de tentativas de alta letalidad, suicidios frustrados y que si no se han muerto ha sido por algún factor determinado, pero ellos estaban dispuestos y el método utilizado era letal». «Hay dos formas de demostrar que una persona se ha suicidado –indica Javier Jiménez– que uno lo vea y lo comunique a la comisión judicial (el médico forense y el equipo de Policía Judicial) o que deje una nota de despedida, y menos de un 20% deja una nota porque además los familiares, los supervivientes, no quieren dar explicaciones a nadie, porque les agobia el “qué van a pensar de mi, de mi familia”, y ellos son los primeros que se culpabilizan. En las reuniones que mantenemos en la asociación, cuentan que hay quienes se cruzan de acera para no saludarles, y yo les digo que no saben, que no sabemos hablar de la muerte en general y del suicidio menos. No nos han enseñado palabras de consuelo, decir “quieres que hablamos de tu hijo… de lo que tu quieras”. He leído cientos de notas de despedida, cientos de personas que se han intentado matar y no lo han hecho y que describen cómo es la mente de un suicida, pero la gente se centra solo en la gota final que desencadena un suicidio, y esa gota encierra muchísimo dentro. Es una enfermedad ocultada«.
Detrás de la gran mayoría de los suicidios hay una patología mental, una enfermedad que es tratable, «porque si hay enfermedad, hay cura, aunque los médicos a veces tenemos resultados y otros no, como todos. Los problemas pueden acaban desencadenando un trastorno mental, aunque sea reactivo; en ocasiones son circunstancias sobrevenidas, que todo te hace crac, otras son procesos muy crónicos. A veces el suicidio se decide en unos segundos y otros están toda la vida pensándolo. El proceso es muy complejo, puede que te deje un novio y en cuestión de dos horas decidas tirarte al río y otras llevar toda la vida pensando que esto no lo aguanto», dice la psiquiatra Isabel Irigoyen que insiste en que cualquier médico está preparado para evaluar a una persona en riesgo y «además están los servicios de urgencia de todo los sitios, los centros de salud, el 112…». E indica que a quienes logran superar su situación les queda ese resquemor «por cómo han podido hacer eso a sus familias. A veces hay arrepentimiento por haberlo intentado, y otras no, pero también hay un sentimiento de malestar y culpa por ver el impacto causado en su entorno. Viven en un estado de alerta. Puede que no haya un arrepentimiento completo, pero sí piensan en el dolor que han dejado atrás, porque es algo que modifica todo el sistema familiar». «Las etapas en procesos de duelo por suicidio tienen una mayor magnitud», explica Alberto Hernández Díaz, presidente del Teléfono de la Esperanza de Aragón. «Su estado de shock es mucho más intenso que en otros casos. Es especialmente fuerte. Después viene la negación, y en ella también surgen sentimientos y preguntas hacia quien se ha suicidado, el “por qué”, el “podría haberlo evitado”, y produce ira, rabia, culpa, buscar un culpable en el entorno, o dejar la culpa a terceros o al propio suicidado. Para intentar ajustar la situación, darle una causa. La ira, la rabia, la culpa, el enfado con Dios si eres creyente, con terceros. Y esa culpa por no enterarnos de las propias señales que nos dan, porque pueden ser son sutiles».
«No he querido profundizar«. «Nunca he entendido lo de mi hermano porque él sabía qué era lo que dejaba aquí, el dolor que habíamos pasado años antes con nuestra hermana, que también se suicidó. Cuando mi hermano pasó una fuerte depresión lo vivimos con mucho miedo, por lo que había sucedido, pero remontó aunque un par de años después volvió a recaer y tomó esa decisión fatal. Nunca he querido profundizar en ello porque es machacarme, intentar buscar un porqué que no tiene sentido, no hay que pensar, ni en ese horrible “y, si…”. En mi familia tenemos momentos muy felices en los que los recordamos, los nombramos mucho, pero a mi me encantaría que mi hermana viviera porque estábamos muy unidas, sería una compañera de vida, además de hermana y amiga y ahí te quedas muy coja, te falta parte de ti misma». «Mi hermana se suicidó hace 23 años. Padeció durante 11 una esquizofrenia que le hizo sufrir mucho, porque se enteraba de todo. Toda la vida familiar giraba en torno a ella, y mi madre estaba entregada en cuerpo y alma. Tuvo varios intentos anteriores. El día que se mató yo estaba fuera y se me rompió la vida, fue desgarrador, algo imposible de explicar. Pocos meses después murió mi madre y luego mi padre. Nadie tiene que decirme que lo hicieron de pena, que no pudieron sobrevivir a la pérdida de mi hermana. No fui a ningún psicólogo, siempre he pensado que soy capaz de salir por mi misma, quizá también porque te vuelves escéptica con todo, aunque creo que debería haberlo hecho o hacerlo ahora, no sé, porque es algo que noto que no termino de cerrar. Fui a un par de sesiones con un psicólogo cuando murió, por enfermedad, mi hermano mayor. Nunca he tenido sentimiento de culpa. A mi hermana le dedicamos 11 años de cuidados intensos y a mi hermano también, porque estuvo un tiempo ingresado y cuando se quitó la vida creíamos que estaba un poco mejor. Pero… Las dos veces me lo han dicho por teléfono, y me queda esa pena, pero la vida me ha ido enseñando cómo vivir con todas mis ausencias; además, soy una persona que siempre he intentado ser feliz, vivir optimista».
«Espérame en el cielo». «Sabía que había tenido etapas duras y estaba con tratamiento, pero no imaginas nunca la gravedad del problema. Supe después que había dejado la medicación cuando me conoció. Era una persona tristona, introvertida y estábamos muy enamorados, pero no le daba fuerza para tener una relación que no era nada fácil por la distancia. Durante unas vacaciones lo noté hecho polvo, me di cuenta de su estado y pedí cita urgente con algún médico, un psiquiatra que le atendiera, pero al ser agosto no lo logramos. Pidió hora con el suyo para verlo a su regreso. Me volví a Zaragoza y no sé muy bien qué ocurrió porque al estar a tanta distancia tienes que creer lo que te dice. Creo que fue al médico, pero a las dos semanas se suicidó. Me dieron la noticia estando yo lejos. Fue shock impresionante, no sabes qué hacer, no te lo llegas a creer. Estuve horas tratando de entenderlo, con un ataque de ansiedad. Llamé a mis padres, a mis amigos… Te dices que no es verdad, pero vas cayendo en la cuenta y te sientes muy culpable porque crees que no pudiste ayudarle; te preguntas cómo no te diste cuenta de la gravedad de lo que tenía, y siempre te queda la duda de si podrías haber hecho más. Ese “por qué”. Dolor y frustración. Es horrible. Tuve grandes ayudas, fui al psicólogo, al psiquiatra, tomé medicación, tuve a mis amigos y familia siempre a mi lado, pendientes de mi, y estuve mucho tiempo tratando de entender y de no caer en la depresión, en ese pozo que él tenía. Leí mucho sobre todo ello y sentí la necesidad de escribir un libro. Lo titulé ‘Espérame en el cielo’ porque me quedé con la sensación de que seguía aquí y que nos encontraríamos, que esto era un tránsito hasta que llegásemos a estar juntos. En cada presentación del libro me acompañó mi psiquiatra, Fernando Sopesens, para hablar sin tapujos sobre la depresión. Porque es una enfermedad y la gente no lo entiende, se cree que es algo de personas débiles, pero no, es como quien tiene cáncer y le trata el oncólogo, solo que te trata el psiquiatra y te da medicación; y en lugar de admiración hacia ellos, como hacia quien lucha contra un cáncer, se tiene miedo, se oculta y se evita tratarlo, y si no tratas un trastorno mental lo que consigues es agravarlo y en el peor de los casos llevarte a la muerte que es el suicidio. Me costó mucho superarlo, encontrar un sentido a todo, ver la vida de manera positiva. Quiero que se hable del tema y asumo que perdí a una pareja por una enfermedad. Quiero que se entienda, se pierda el miedo y se trate. La vida me regaló otra persona de la que sorprendentemente me enamoré. Me ayudó mucho, está a mi lado, y es mi marido».
«Una puerta equivocada». «Mis padres, siguen adelante, son de esa generación dura que pasaron una guerra y han vivido muchas cosas para salir en la vida. Antes hablábamos de ello, ahora no, porque ahora hablamos de él con naturalidad porque lo hemos ido recuperando con los amigos que tenía, a través de sus recuerdos, y con el tiempo vas aceptando y pensando que ese era su destino y que su fatalidad fue como un accidente, una puerta equivocada que cogió en la adolescencia. Y te haces ilusiones de que podía haber tenido otra vida, normal. Era mi hermano pequeño y se suicidó hace 23 años. Te dicen con claridad que no eres el culpable, pero siempre te preguntas si hiciste todo lo que podías, si no habíamos estado atentos a él. No ver esas señales y te castigas constantemente, con esas frases demoledoras: “y, si…”, “no he sido capaz”, “cómo no he podido verlo”. Esto te acompaña toda la vida. Con el tiempo lo llevas mejor porque asumes que nos somos perfectos. Él era una persona muy inquieta, con intereses muy nobles, y quizá pesimismo, con un pensamiento muy existencialista y lo pudo ver como una salida a sus problemas. Me refugié en el estudio, en los amigos que tenía, en la pareja, y sí que modifica mucho el enfoque de las cosas. Para mis padres fue un cambio muy importante en la forma de valorarlo todo, se hicieron sobreprotectores, en especial conmigo porque era el hermano que aun quedaba en casa, y me sentía ahogado por ellos, siempre encima, temerosos de que pudiésemos caer en una depresión. Mis padres eran muy exigentes, en casa todos trabajábamos y estudiábamos a la vez, y a mi me obligaron a dejar el trabajo por miedo. Ahora las cosas se ven de otra manera. No detectamos la depresión que padecía mi hermano, él no fue a ningún sitio para tratarla y siempre te queda ese sentimiento de culpa de que estaba mal y no supimos verlo; pensábamos que era una persona introvertida. No supimos ver los gestos que nos mostraba, sus autolesiones, los papeles que descubrimos después en los que se veía que la idea le rondaba por la cabeza, y luego el hecho demoledor de que lo hiciera alguien de su entorno y que quizá le empujó a ello. Sentimiento de culpa lo tenemos todos, mi madre… no ha dejado de tomar medicación desde entonces. Mi padre se centró mucho en el trabajo, pero una madre, es una madre. Yo estudiaba Medicina y, como el resto de mis hermano, médicos, consulté a compañeros psiquiatras. No me he sentido estigmatizado nunca, pasé mis temporadas, tienes presente la idea del suicidio y cuando aparecen problemas tienes miedo a tomar ese camino, es como una debilidad, uno de tus fantasmas con el que te acostumbras a vivir».
«Nuevo sentido a mi vida». «A mi me ha cambiado sobre todo el sentido de mi vida, me replanteo el ritmo diario en especial en el trabajo. Soy muy meticuloso, mucho, y veo que no conduce a nada bueno, porque si una cosa no da tiempo de hacerla hoy, ya se hará mañana. Él era compañero de trabajo y siempre pensé que moriría de un infarto porque fumaba y bebía mucho, incluso avisamos a la empresa de su situación porque le veíamos mal, porque era muy complicado en todos los ámbitos de su vida, muy obsesivo, introspectivo y no tenía ningún cuidado de si mismo. Llegó a lo que llegó por su obsesión en el trabajo y para mi aquello fue un frenazo en seco, me hizo darme cuenta de por dónde van las cosas porque ninguno estamos libres de un agobio y que te pase por la cabeza, y, no, no, la vida es muy chula para despreciarla. Me enteré estando de vacaciones, porque me enviaron un whatsapp, y creo no son maneras de dar una noticia así, tan fríamente. Fue un palo tremendo porque había hablado con él el día anterior, una conversación sin sustancia y pensé entonces que esa había sido su forma de despedirse, porque me llamó sin motivo y esa misma noche se suicidó. No tengo sentimiento de culpa porque hice todo lo que pude, pero queda ese “y si…”, aunque yo no tengo ni preparación ni conocimientos para haber hecho más, y queda esa sensación de que quizá podríamos…«.