Cuando un niño muere como consecuencia de un acto criminal de su madre, ni se convocan minutos de silencio, ni se abren expedientes administrativos, ni se considera víctima de especial consideración a su padre.
El pasado lunes los medios de comunicación dieron cuenta de un terrible suceso. Una mujer se arrojó al vacío desde un sexto piso en Murcia y llevó a su fatal destino a su hijo de cuatro años. Ambos murieron.
Ella tenía 37 años y se acababa de separar hace unos meses. Los vecinos explicaron, preguntados por los compañeros de la prensa, que pese a la ruptura familiar el padre visitaba con frecuencia al hijo y no constaban episodios de violencia o maltrato en la pareja.
Hasta aquí, lo que podría ser una crónica de sucesos al uso. Sin embargo, pronto se empezó a hablar de “suicidio ampliado” que según detalla el diccionario médico de la Clínica de la Universidad de Navarra se trata de aquel que sucede “cuando la persona ha decidido llevar a cabo la conducta autoagresiva y previamente acaba con la vida de otras personas de su entorno, generalmente el cónyuge y/o los hijos. Es muy característico de los cuadros depresivos”.
Si esto se considerara así siempre, los casos de niños asesinados protagonizados por varones -que hace años se tildaban de “crímenes pasionales” y que hoy se inscriben en la categoría de “violencia de género”- también deberían llamarse “suicidio ampliado”.
Pero no es más que un eufemismo que cae por su propio peso, bajo el que subyace una especie de indulto apriorístico de los actos violentos de una mujer porque, como dicta el mantra de la ideología de género, ésta sólo puede ser víctima.
En el Ministerio del Interior no se recogen y en el de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad sólo anotan los niños muertos por sus padres o por varones relacionados con sus madres
Resulta relevante que desde el año 2009 las autoridades no ofrezcan estadísticas sobre el número de menores muertos en episodios de vilencia familiar, excepto si su deceso se produce junto al de sus madres y a manos de un varón.
El caso del asesinato del niño Gabriel, el ‘pescadito’, a manos de la novia de su padre, Ana Julia Quezada, abrió algo los ojos sobre esta cuestión. Algunos medios dieron cifras: al menos en los últimos cinco años 28 niños han sido asesinados por 22 madres y tres madrastras en ese periodo.
Pero son cifras recogidas de los casos que saltan a la luz en los medios de comunicación porque en el Ministerio del Interior no se recogen y en el de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad sólo anotan los niños muertos por sus padres o por varones relacionados con sus madres.
Cuando un niño muere como consecuencia de un acto criminal de su madre, ni se convocan minutos de silencio, ni se abren expedientes administrativos, ni se considera víctima de especial consideración a su padre.
Sin embargo, sí existe una movilización mediática, social, judicial y administrativa cuando los menores muertos lo son a causa de la violencia de sus padres o de hombres relacionados con sus madres y, por tanto, presuntos culpables siempre, según la infame Ley Integral de Medidas contra la Violencia de Género.
Ni que decir tiene que los niños muertos mediante el aborto son aún menos tenidos en cuenta por la sociedad en general. Y eso que no son pocos los que acaban en el cubo de la basura de Dator o cualquier otro negocio de sangre precisamente por la presión de los padres del bebé, que quieren quitarse el ‘problema’ de encima.
También hay madres que deciden con toda consciencia ser madres de un hijo muerto a través del aborto. Cada vez más entre la población femenina fértil, debido al continuo adoctrinamiento que en esta línea se ha realizado y al imperio del relativismo. (Si caen las cifras absolutas es, entre otras cuestiones, por el problema añadido del envejecimiento salvaje de nuestra población).
La muerte provocada de un ser humano es una tragedia. Siempre. Más aún si se trata de pequeños inocentes, que se creen a salvo al amparo natural de sus progenitores. Y como tal tragedia debería ser tratada en todos los casos. Lo que también es una desgracia es que algunos niños sean tenidos en cuenta o no dependiendo de su verdugo.
Otra vertiente de interés en este caso es el de los suicidios de varones relacionados con procesos de ruptura familiar. En 2016, se suicidaron en España 3.500 personas. Más de 2.600 eran varones. Si, como hace la mayoría de la sociedad apartamos de nuestra vista el drama del aborto, el suicidio constituye la primera causa de muerte no natural en España.
Cualquiera que haya hecho una aproximación a los varones víctimas de la Ley Integral de Medidas contra la Violencia de Género conoce que no son pocos los que, después de perder mujer, hijos, fortuna y fama, llegan desesperados a provocarse la muerte. Pero para estos no hay una ley, ni siquiera un mínimo plan de prevención y atención.
La ideología de género es perversa en muchos aspectos. El que se trate de manera diferente a los varones que se suicidan debido a las denuncias falsas, el acoso y la ruina que propicia su ‘ley nodriza’ no es la menor de sus perversiones.