De entre todos los enterados que nos dan lecciones a los analfabetos de la vida, los que más me fastidian son los profetas a posteriori, los ungidos con la razón pura, los apóstoles del ya te lo dije. Les conozco bien porque hasta hace nada yo era una de ellos. Me pasaba media vida juzgando y sentenciando comportamientos ajenos y la otra media haciendo lo contrario, porque una de las prerrogativas del sabelotodo es estar exento del cumplimiento de lo que pontifica, que para eso está en posesión de la verdad absoluta. Otra es ilustrar al común de los mortales acerca de por qué suceden las cosas cuando ya han sucedido y de cómo se podían haber evitado bajo su docto criterio. Qué hartura.
El otro día se mató una niña de 14 años en el mismo barrio donde fui una adolescente rara y sufriente, como casi todos a ratos. Mi paisana se tiró por el balcón una mañana antes de ir al colegio, donde, dicen ahora, era sometida a acoso y derribo por sus iguales sin que sus padres tuvieran la menor idea al respecto. Al punto surgieron escandalizadas voces sobre cómo es posible que unos padres no detectaran señales de alarma en su cría. Que si los móviles, que si las redes, que si la incomunicación en la familia. Y digo yo: ¿qué sabe nadie qué le hace a alguien la vida insufrible? Si no sabemos qué se la hacía a Avicii, el multimillonario músico sueco que se sajó las venas con la misma botella que le tenía el páncreas deshecho por su insatisfacción interna, ¿cómo vamos a saber por qué quiere dejar de vivir alguien que aún no ha empezado? Hasta hace nada, antes de que la vida y las muertes me bajaran los humos, yo misma hubiera despachado a Avicii como un harto de éxito y dado un tutorial a los iletrados sobre cómo evitar el suicidio de un niño. No hace tanto, habría sentado cátedra con tonito de yo ya lo dije. Hoy solo puedo despedir a los difuntos y rogar para que no suceda nada parecido demasiado cerca.