Durante el año 2020, algunos jóvenes de entre 0 y 29 años murieron en España. A causa de la Covid-19 fallecieron 84 de ellos. Aunque el SARS-CoV-2 es mucho más letal con los mayores, algunos jóvenes lo padecen y terminan muriendo. Pero, además, durante el año 2020, se suicidaron 314 personas en esa misma franja de edad. 314 jóvenes decidieron que querían dejar de sufrir y se quitaron la vida, una vida que acaba con la propia vida con más facilidad que el coronavirus.
Durante ese mismo año, 147 personas de entre 30 y 39 años murieron en España a causa de la pandemia que aún hoy sigue haciendo estragos. Ahora bien, los suicidios de personas de esas edades llegaron a los 411. Si bien el número de muertes a causa de la Covid-19 parece insoportable, el de suicidios resulta escandaloso.
Si fijamos la atención en las personas de entre 40 y 49 años, los suicidios se disparan hasta los 754 en el mismo periodo de tiempo. El SARS-CoV-2 segó la vida de 546 hombres y mujeres en España.
Todos estos datos proceden el Instituto de Salud Carlos III y del Observatorio del suicidio y hablan de otra pandemia que estamos sufriendo sin inmutarnos.
Últimamente, se habla mucho de la necesidad de cuidar de todos aquellos que sufren enfermedades y desequilibrios mentales. Se habla mucho aunque se hace poco o nada, en especial en el caso de los potencialmente suicidas. Mientras el suicidio sea tabú, mientras los familiares de un suicida sigan sintiendo algo parecido a la vergüenza al enfrentarse a esa muerte, mientras creamos que el suicidio es cosa de locos (en el sentido más peyorativo del término que tan mal se ha usado durante siglos); el problema seguirá pasándonos por encima año tras año.
Los enfermos mentales, todos los que sufren algún tipo de desequilibrio mental, son un ejército que la Sanidad Pública no puede atender ni asumir en este momento. Ni hay dinero ni, por tanto, personal que pueda atender una demanda brutal. Eso significa que solo los que tienen recursos económicos suficientes pueden acudir a un profesional en el ámbito privado.
Durante la pandemia, el 64 por ciento de la población (ha leído usted bien, el 64 por ciento) se ha visto obligado a pedir ayuda médica a causa de episodios de angustia, ansiedad u otros tipos de trastornos. Las personas con rentas más bajas, los jóvenes y las mujeres (el 22 por ciento según el CIS), han sido los principales perjudicados por una situación extrema como la que hemos experimentado. ¿Saben ustedes que el 80 por ciento de los enfermos mentales no tienen trabajo? Se necesitarían 1.500 psiquiatras y 6.000 psicólogos para poder afrontar este reto. Los datos (estos son solo algunos de ellos) son escalofriantes.
Personalmente, no aspiro a comprender a los suicidas. Tengo aprendido que eso es algo que corresponde a los profesionales y es incompatible con alguien que no se entiende ni siquiera a sí mismo como es mi caso. Solo aspiro a ayudar en la medida de lo posible y una forma de hacerlo es pagando mis impuestos y exigiendo que se dediquen a esos asuntos que son tan preocupantes como este del que estoy hablando. Quiero que parte de mis impuestos se destinen al cuidado médico y sicológico de estos miles de personas que en este momento se encuentran en un callejón sin salida que les puede llevar al suicidio. No quiero que se destinen a pagar campañas de publicidad o a viajes estúpidos o a dietas o a pamplinas que resultan vergonzosas.
Los que piensan en el suicidio como solución a sus problemas parecen no existir para el resto, parecen personas condenadas a una muerte que luego se esconderá, parecen condenados a no poder pisar el territorio de la curación y de la normalidad. Y eso es injusto.
Los enfermos mentales, los que padecen desequilibrios que tienen que ver con la mente, son personas y hay que cuidar de ellos antes de que cometan un disparate sin solución. Si no lo hacemos estaremos colaborando a que su desgracia crezca sin parar.