El periodista y escritor norteamericano Ben Mattlin tiene 57 años. El no poder escribir con su propia mano ni hacer autónomamente las actividades cotidianas no le ha empujado a tirar la toalla. Se mueve en una silla de ruedas con un dispositivo que controla con su barbilla. Se graduó cum laude en Harvard en 1984, lleva casi tres décadas de matrimonio con la misma mujer y tienen dos hijas. Hace unos años se las vio negras cuando un error durante una cirugía lo dejó en coma. Los cirujanos dudaron, pero su esposa tenía claro que Mattlin no quería morir y les indicó que hicieran todo lo posible por salvarle la vida.
Por eso aún vive, a pesar de que al verlo, algunas personas se preguntan si no le sería ya mejor descansar, pero él prefiere seguir en la brecha. Mattlin vive, trabaja y bromea y no se corta para responder a los políticos que difunden la eutanasia y el suicidio asistido: «Hasta que no has vivido con una discapacidad incurable, no puedes saber las presiones y la sutil coerción que se sufre para que te quites de en medio».
Cuando alguien físicamente independiente y saludable siente ganas de suicidarse reconocemos la obligación de intervenir y tratar de hacer que su vida sea mejor, pero cuando se trata de alguien con un padecimiento crónico entendemos que el suicidio es una elección libre, pero no. La mayoría de las personas con estos problemas temen lo que la existencia les depara. Si solo supieran que la vida con una discapacidad puede ser tan enriquecedora como cualquier otra, elegirían seguir viviendo. Pero si nuestra cultura no hace un esfuerzo para ayudar a esta gente, a gente como yo, a alcanzar vidas plenas, le estará haciendo un flaco favor a una buena parte de la población.