El día que Ana Laura explotó, cogió el coche y pisó el acelerador más de la cuenta. Quería estamparse “contra cualquier sitio”. Por mucho que bucea en el recuerdo no logra entender cómo y por qué llegó a casa. Aquellos segundos de piloto automático, de naufragio robot, han caído en el cubo del olvido. Su marido la encontró en la cocina dándose golpes, autolesionándose. Llamó a una ambulancia. La ingresaron. Fue la escena que puso punto final a casi tres años de acoso -2010 a 2013- en el trabajo. La enajenación desesperada de quien, desbordado por el sufrimiento, sabe que la única forma de escapar es arrebatarse la conciencia.
Era la segunda vez que esta abogada, entonces funcionaria en la Consejería de Transportes de la Comunidad de Madrid, pensaba en suicidarse. La primera fue un año antes y por motivos similares. Una tentación insistente, pero que pudo frenar a tiempo. Aquel día se iba de vacaciones al acabar la jornada. Sus acosadoras, interrumpiendo su trabajo por “enésima vez”, la citaron al despacho: “Me dijeron que si no terminaba, me quedaría sin días libres”. Sólo una gota más en un manantial de vejaciones.