Un teléfono de la sociedad civil en Bélgica recluta voluntarios para frenar la epidemia de muertes
La primera vez que Véronique Delmadour se quedó sola ante el teléfono, un hombre murió. Había visto en televisión un anuncio: se necesitan voluntarios para el teléfono contra el suicidio de Bruselas, decía. La hija de una amiga había tenido una tentativa hacía poco, y Véronique pensó que sería buena idea. Superó entrevistas, pasó el obligatorio curso de formación, acompañó a otra voluntaria más experimentada para familiarizarse con su nueva labor. Y allí estaba. En su primera llamada sola. «Fue terrible. Me dijo que había tenido una separación difícil. Escuché el ruido del disparo y al día siguiente la policía vino a interrogarnos para investigar qué había pasado».
Tras años de campañas centradas en la importancia de escuchar, el Centro para la Prevención del Suicidio de la capital belga ha dado un giro en su mensaje y ha llenado Bruselas de carteles con una cifra: seis personas se suicidan cada día en Bélgica, unas 2.000 al año. El dato adquiere mayor dimensión al contextualizarlo con su entorno: Bélgica es el sexto país de la Unión Europea con más suicidios, 17 por cada 100.000 habitantes. Solo cinco socios del Este tienen una tasa mayor en una lista que lidera Lituania con 32 casos. Ninguno como Bélgica sufre con tanta virulencia el problema en el lado occidental del continente —España aparece por debajo de la media con diez muertes—.
El suceso del día de su estreno le produjo un gran sentimiento de culpa que requirió de un ligero apoyo psicológico, pero Véronique Delmadour, que a sus 62 años trabaja por las tardes como profesora en una academia, no renunció. Casualmente, su estreno ha sido el momento más traumático de un recorrido que 20 años después la ha convertido en la más veterana de los 60 voluntarios del centro de Bruselas. Gracias a ellos, la institución, financiada con dinero público, atiende las llamadas día y noche los 365 días del año.
La entidad vive una paradoja. Necesitan más voluntarios, pero rechazan a la mitad de ellos tras completar el cuestionario o en la entrevista posterior. Entre las preguntas, deben responder: «¿Qué evoca para usted la palabra suicidio?» «¿Ha tenido ideas o tentativas suicidas?». Si son aceptados reciben un curso de tres meses antes de poder responder una llamada. La formación enseña a combatir el impulso natural de decir lo primero que se les viene a la cabeza. «Explicamos qué es el suicidio, qué vive la persona. Cómo escuchar al otro sin juzgarle ni aportar ideas propias que pueden ser contraproducentes», afirma Cécile Palies, una de las responsables. Una vez terminado, firman un compromiso de permanencia de un año en el que deben acudir cuatro horas semanales. Esa alta exigencia de tiempo hace que su perfil sea el de un estudiante recién salido de la carrera o una persona de avanzada edad. Principalmente mujeres.
El centro recibió el año pasado 12.000 llamadas, 33 al día. ¿Sirve de algo esta escucha? El Presidente de la Asociación de Investigación, Prevención e Intervención del Suicidio, Javier Jiménez, cree que pueden tener un efecto positivo, pero no son la panacea. «El suicidio es multifactorial y el enfoque también debería serlo, los teléfonos son para un momento de crisis, no para realizar una terapia continuada, aunque si previenen un solo suicidio son bienvenidos».
Delmadour no sabe cuántas llamadas ha respondido, pero sus oídos acumulan miles de horas de los más funestos deseos. Desde hace dos décadas, dos veces por semana varios desconocidos le dicen que no quieren vivir más. Algunos de forma habitual. «Crónicos», los llama. Uno de las mayores tormentos del voluntario es convivir con la duda de si su interlocutor seguirá vivo horas después de colgar. «No soy más fría que antes, pero me protejo más. Cuando me voy de aquí todo termina. Antes seguía pensando. Al día siguiente miraba los periódicos para ver si salía una noticia. ¿Lo habrá hecho o no?».
Liberada su mente de esa incertidumbre, tampoco usa ya la cama que aparece detrás de su asiento. Delmadour ahora solo va por la mañana. Las noches, en las que el voluntario es el único inquilino de la casa, son a veces horas de silencio en las que echar una cabezada. También escenario de llamadas desesperadas bañadas en alcohol, más largas sin el apremio del día, llenas de bucles y lamentos repetitivos. En esos laberintos sin salida algunas expresiones son habituales: «Estoy solo. Estoy solo. No sabes lo que es eso, no sabes lo que es».
De repente, el teléfono suena y Véronique responde con una fórmula institucional: «Centro para la prevención del suicidio, buenos días». Después, esa experiencia de años no sale a borbotones, impaciente, a impartir lecciones. Aguarda contenida y atiende sin interrumpir. «Era un hombre preocupado por un amigo que amenaza con suicidarse», explica. Dos horas y tres llamadas después se va. Ha sido un día tranquilo. Esa misma semana, y la próxima, y la otra, volverá a tomar asiento ante el teléfono y, tarde o temprano, una voz anónima romperá la hueca espera ante el aparato para volcar sus obsesiones en ella y otros como ella.